El hombre desde siempre ha tenido conciencia de no ser él quien se da la existencia
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La idea que el ser humano concibe de Dios no proviene de fuente alguna. En efecto, no tiene génesis. Esto no quiere decir que su aparición no pueda tener base en oportunidades como el observar fenómenos de la naturaleza, en introspecciones o en exigencias propias de vidas personales.
También, sí, factores semejantes pudieron ser pensados como causa eficiente de esa idea o concebidos como la deidad en sí misma.
No obstante, lo cierto es que el ser humano, desde sus primeros tiempos, jamás interpretó su vida como proveniente de sí mismo pero, equivocadamente, interpretó que procedía de elementos externos como lo fueron, inicialmente, realidades que observaba en su natural rededor: montañas, ríos, astros, animales y, posteriormente, seres mitológicos inventados por su propia creatividad, lo que sólo ha confirmado la certeza de no creer tener en sí mismo su propia causa o razón de ser.
Es frecuente confundir, erradamente, los términos lingüísticos origen y principio. En efecto, origen es comienzo en el tiempo, pero principio es razón metafísica de ser.
Cuando se indaga sobre la idea de Dios en el ser humano, no se está tras el inicio de su surgimiento en el tiempo, de la oportunidad de su manifestación –cuya ocasión puede ser un trueno, una cascada o un elefante– sino de su principio en el Ser.
No se trata, pues, de una mera construcción del espíritu fundada en hechos naturales tomados como causa ni de ilusiones de la imaginación, por muy que ambas vías puedan abrir caminos a lo que algunos autores han denominado “instinto divino”, que permite “germinar” en una inteligencia madura la idea de Dios.
Sin embargo, tal germinación no basta, pues puede conducir –y suele hacerlo– al mito y a la idolatría. El camino verdadero solamente se va alcanzar mediante la fe, cuyo fundamento es la Revelación:
“Porque lo que se puede conocer de Dios lo tienen a la vista, ya que Él mismo se lo ha dado a conocer. Lo invisible de Dios, su poder eterno y su divinidad, se hacen reconocibles a la razón, desde la creación del mundo por medio de sus obras. Por tanto, ya no tienen excusa; ya que, aunque conocieron a Dios, no le dieron gloria ni gracias, sino que se extraviaron con sus razonamientos, y su mente ignorante quedó a oscuras. Alardearon de sabios, resultaron necios; cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes de hombres corruptibles, de aves, cuadrúpedos y reptiles.”
En efecto, como lo expresara San Ireneo:
“Quien nos enseña sobre Dios es el mismo Dios; sólo se lo conoce cuando Él enseña; a Dios nadie lo puede conocer si el mismo Dios no lo enseña.” En todo caso, sobre el conocimiento que nos ocupa, se trata, en este caso, no de la revelación propiamente dicha pues San Pablo se refiere a un conocer alcanzado por las luces de la razón humana: se trata de un saber natural, teológico-sagrado, no para suplir su déficit sino para que, en cierta manera, sea magnificado lo sabido.
Del conocimiento teológico y filosófico
Es evidente que el conocimiento humano de Dios es un hecho natural, de manera que si preguntamos cuántos de los creyentes tienen conocimiento teológico o filosófico sobre la existencia de Dios, encontraremos porcentajes bajísimos.
¿Qué demuestra eso? Demuestra, precisamente, la realidad del conocimiento natural que el hombre tiene de Dios.
Ello, por supuesto, no significa que los esfuerzos teológicos y filosóficos alcanzados, o por estudiar y descubrir científicamente significados, aspectos y expresiones de la realidad Divina, sean inútiles o innecesarios.
La razón tiene un papel muy importante para profundizar en ese conocimiento, naturalmente alcanzado por la criatura humana, pero sobre el cual es posible reflexionar para profundizar en él.
La pregunta sobre Dios, tema fundamental para todo ser humano, es lo central de toda filosofía verdadera. Ella cubre desde el sentido y finalidad de la existencia y vida de la persona humana hasta el significado de toda la Creación.
Muestra, por sí sola, que la dependencia del propio conocimiento de sí, para cada persona, es inseparable respecto al de Dios.
Pero del mundo en que vivimos, bien, y con mayor razón que para aquel tiempo, podría repetirse aquello de Bossuet: “No más razón ni parte elevada: todo es cuerpo, todo es sentido; todo está embrutecido y enteramente por tierra”.
En el mundo, todo, se vive hoy teniendo a la verdad y a la mentira como iguales en la razón y en el espíritu: hay absoluta tolerancia de lo falso. La palabra no refiere ya la realidad de las cosas, para apenas significar sonidos; signos insignificantes de vanidades. De allí que nadie refute lo falso, razón por la cual éste es casi absolutamente tolerado y, como se es libre de pensar en el error, para muchas mentes y espíritus da lo mismo la verdad que la mentira, es decir, el bien o el mal. Por eso, el absurdo se ha enseñoreado y espíritus “ilustrados” aceptan, de hecho, sin rechazo y con “científica” naturalidad, la práctica de la contradicción en los términos: “el bien es el mal”; “el sí es el no”; “el ser es la nada”.
Pero, ya en su tiempo, enseñaba Platón que hay dos direcciones de orientación del alma: una la conduce a la verdad; la otra al error. Al espíritu humano, a través del entendimiento, se presentan realidades que son contingentes, esto es, que son pero podrían no haber sido; que en todo caso son mutables y limitadas, valga decir, cambiantes y no perfectas como lo expresó también Platón, quien a esas realidades opuso las ideas eternas. Después, como Platón, tanto San Agustín como Bossuet y otros concluyeron que esas ideas infinitas están en Dios. De allí que, platónicamente dijera Bacon de los espíritus falsos: son “comparables a espejos sin simetría que reflejan sólo imágenes deformes”.
Las Ciencias todas, antes y en su expresión actual, no pueden ni podrán explicar el origen de los entes que tienen existencia real; no pueden ni podrán conocer el origen último o causa eficiente del Universo; de la Tierra que está en él; de la infinidad de entes, vivientes o inertes, que en ella existen. Quienes han tratado de intentarlo lo hacen remitiendo sus causas a “leyes de la naturaleza”, pero tampoco pueden indicar el origen o causa eficiente de esas leyes. Lo más que, en tal sentido, ha podido lograr el avance del conocimiento científico, es la continua formulación de nuevas hipótesis, útiles para sustituir anteriores cuyas tesis y juicios quedan, así, cubiertos bajo más amplias y profundas visiones e interpretaciones, pero jamás con características indispensables para, de ellas, poder afirmar “ésta si es la verdad”.
Es de ello la resultante de que los humanos cultivemos poco –o cultivemos mal– el formidable y valiosísimo regalo que el Creador nos ha dado al dotarnos de razón. La sede de tal regalo no está en el cuerpo sino en el alma humana. Bossuet decía que muchos humanos o no conocemos o poco sentimos la distinción entre cuerpo y alma: ¿Cuántos hay “que salgan un poco de esa masa de carne y separen de ella su alma?” Es que la irreligiosidad, y su consecuente entrega a los sentidos, despoja de las virtudes al espíritu. Este hecho, de tal manera generado, junto a una nueva “moral” que elimina distinguir entre el bien y el mal; a una metafísica que conduce al ateísmo y a una lógica que liquida las leyes que fundamentan el raciocinio, no podría no haber conducido a buena parte de la Humanidad, como en efecto la ha conducido, a la conclusión de que Dios no existe. Pero si se acepta que “Dios no existe” no queda argumento para no aceptar aquel decir según el cual el Ser es la nada. Valga decir: no existe. En efecto, lo que ha sido afirmado con la expresión “Dios no existe” es que el Ser, en su más elevada concepción y entendimiento, no existe. Luego se concluye que el Ser es Nada absoluta.