Dios siempre escucha nuestras oraciones, pero no siempre hace lo que le pedimos. Lo que Dios permite es siempre para bien nuestro, aunque a veces nos cueste comprenderlo…
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1. ¿Por qué Dios no me da lo que le pido?
Es ésta una de las grandes cuestiones que se suscitan alrededor de la fe, y que se ha formulado desde el principio. A ella respondió san Agustín, uno de los grandes pilares del pensamiento cristiano.
Comentando la primera Epístola de san Juan, san Agustín se encuentra con la frase “y recibiremos de Él cuanto pidamos, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que es grato a sus ojos” (1 Jn 3, 22).
Y, sin embargo, menciona a San Pablo, cuando pide a Dios que le libere de “ese aguijón de la carne, ángel de Satanás, que me abofetea”, pero explícitamente no se le concede (cfr. 2 Cor 12, 7-9).
Aquí se plantea pregunta y respuesta: “¿Pero por qué? Porque no le convenía”.
“Por eso fue escuchado en cuanto a la salvación el que no fue escuchado en su voluntad. (…) Discernamos las atenciones de Dios. Encontramos quienes no son escuchados en su voluntad, pero lo son en su salvación, y también quienes son escuchados en su voluntad y no en cuanto a su salvación”.
El ejemplo que pone es muy significativo: el libro de Job. Allí lo que se lee en un principio es que quien es atendido en sus peticiones no es Job, el hombre bueno por antonomasia, sino el diablo, el malo por excelencia.
Esto entra dentro de una cuestión aún más general: la del sufrimiento del justo.
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En el Antiguo Testamento se aprecia la progresividad de la Revelación. Al principio la promesa por la obediencia a Dios es temporal, la tierra prometida –que “mana leche y miel”- y la subsiguiente paz y prosperidad.
El libro de Job se plantea el sufrimiento del justo en este contexto. No hay duda de que Job es bueno, pero sufre lo indecible. ¿Por qué?
La única respuesta que se da es que los designios de Dios son inescrutables: Él sabe más.
Desde luego, es cierto; y en creencias como el islam, esta es la respuesta previsible. Pero en la historia de la salvación esto no queda así.
En uno de los últimos relatos del Antiguo Testamento, el martirio de los siete hermanos macabeos con su madre (2 Mac 7), se sigue hablando del castigo por los pecados, pero la perspectiva es ya la eternidad.
El último hermano en morir le dice a Antíoco que “nosotros sufrimos por nuestros pecados, y si el Señor viviente se ha irritado con nosotros por un breve tiempo para castigarnos y corregirnos, de nuevo se reconciliará con sus siervos”.
Su madre le había pedido que aceptara la muerte “para que, en el tiempo de la misericordia, te recupere con tus hermanos”.
2. La respuesta definitiva llega con el Nuevo Testamento, y tiene nombre propio: Jesucristo
Jesucristo es el Justo por excelencia que nos deja el gran ejemplo de la oración aparentemente no escuchada cuando pide en el huerto de los olivos que pase de Él este cáliz (cfr. p.ej., Lc 22, 42), que era nada menos que la Cruz. La Cruz, que aparece humanamente como un fracaso, pero que es el instrumento para la redención y para la glorificación de Cristo… y la nuestra.
El cristiano es hijo, y como tal acompaña al hijo en la cruz para acompañarle también como triunfador en la gloria. Este es nuestro definitivo bien, aunque en este mundo sea en ocasiones nuestro doloroso bien.
Muchas veces, cuando entramos en una iglesia y oímos el himno cuya letra –tomada de san Pablo- dice “si con Él morimos, reinaremos con Él”, posiblemente no captamos en el momento en profundidad lo que significa.
Pero señala el sentido mismo de nuestra existencia, su final, y aquello respecto a lo que Dios escucha siempre. Ahora, su oración ha servido y sirve para que pueda seguir el mismo camino con el mismo final.
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