Si Dios realmente existe, ¿podría ser la ciencia capaz de probarlo?1. En muchos idiomas actuales, el significado común del término “ciencia” es mucho más restringido que en el pasado.
La palabra latina “scientia” se utilizó para traducir la palabra del antiguo griego “episteme,” que podría traducirse como “conocimiento”.
Por supuesto, “scientia” es la raíz de la palabra “ciencia” en muchos idiomas actuales, y en los idiomas en los que no es raíz, su palabra correspondiente se utiliza para traducir “scientia.”
Durante siglos fue habitual llamar “ciencia” a cualquier disciplina que persiguiera el conocimiento.
Para santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, por ejemplo, la palabra “scientia” se aplicaba a la teología y a las áreas que pertenecían al reino de la filosofía, como la metafísica.
No fue probablemente sino hasta el siglo XIX cuando la palabra “ciencia” fue adquiriendo un significado menos amplio, que es el corriente hoy.
Actualmente, tendemos sólo a considerar las ciencias naturales (biología, química, física, etc) cuando utilizamos el término, y a veces estamos también dispuestos a considerar ciencias disciplinas como la psicología o la sociología. La teología y la filosofía no se suelen considerar ciencias en estos días.
En este caso, la cuestión es cómo relacionar la pregunta por la existencia de Dios con las ciencias naturales y, por tanto (aunque no estemos del todo de acuerdo), siguiendo la costumbre actual, utilizaremos el término “ciencia” para referirnos exclusivamente a ellas.
2. La ciencia, en la medida en que se preocupa solamente de realidades materiales, es incapaz de plantearse pregunta alguna sobre un Dios inmaterial.
Dios, tal y como lo entienden las tres tradiciones teístas – cristianismo, judaísmo e islam – y filósofos como Aristóteles, es inmaterial. Esta forma de entender a Dios es la que típicamente está en juego en los debates entre creyentes y ateos.
La ciencia, como se acepta universalmente hoy, se preocupa estrictamente sólo de las realidades materiales observables, tengamos o no los instrumentos necesarios para percibir estas realidades con nuestros sentidos.
Esto es cierto para la biología –que estudia a los organismos vivos–, la química –que estudia los elementos materiales y sus composiciones–, la física –que estudia las estructuras más básicas de la materia– y las demás ciencias.
Incluso el Oxford English Dictionary define la ciencia (en su sentido actual estricto) como “esas ramas del conocimiento relacionadas con los fenómenos del universo material y sus leyes”.
Pero dado que la ciencia indaga en el universo material, está claro que éste no es el campo o el conjunto de campos adecuados para plantear la pregunta sobre la existencia de un Dios inmaterial.
O, por decirlo menos fuerte, la ciencia no podría estar en el negocio de buscar una solución definitiva a semejante pregunta.
Esta afirmación no debería ser una sorpresa. Por poner un ejemplo parecido, no deberíamos mirar a la biología para resolver una ecuación matemática.
Los propios biólogos quizás sean capaces de resolver ecuaciones matemáticas, pero no lo harían utilizando los recursos que proporciona la biología, sino que más bien utilizarían los recursos matemáticos.
Igualmente, un científico podría llegar a determinar la existencia de un Dios inmaterial, pero no desde los presupuestos de la ciencia.
El eminente filósofo de la ciencia N.R. Hanson argumentó en una ocasión que la existencia de Dios podría establecerse como un hecho si una figura parecida a Zeus apareciera de repente en el cielo para que todos le vieran y anunciar su existencia.
Hanson afirma que “si semejante gran acontecimiento tuviera lugar, yo ciertamente quedaría convencido de que Dios existe. Este tema se resolvería de una vez para siempre”.
Pero semejante Dios no sería la divinidad inmaterial sobre la que se centra un debate serio sobre la existencia de Dios. Este no sería el Dios en el que creen cristianos, judíos y musulmanes.
Algunos cristianos podrían objetar que con la Encarnación el Dios inmaterial se hizo material. Estrictamente hablando, esto no es verdad.
Jesús es Dios no en la medida en que es material, sino en la medida en que es inmaterial. La materialidad es propia de la naturaleza humana de Jesús.
Si bien la Persona del Hijo de Dios une las dos naturalezas – divina y humana – y que ambas se encuentran “sin división” en el, también lo están “sin confundirse”, según la fórmula del Concilio de Calcedonia (451).
Quizás gran parte de las incomprensiones sobre la cuestión de la competencia de la ciencia se evitaría si se reconociera que el conocimiento que la ciencia es capaz de proporcionar no es el mismo que el conocimiento del que la mente humana es capaz, es decir, el conocimiento del que el hombre es capaz.
Cada disciplina tiene un objeto de estudio propio que investigar, y desarrolla métodos apropiados para hacerlo.
Cada disciplina, por tanto, se limita a sí misma, no a lo que el hombre es capaz de saber, sino a un tema concreto, que es uno entre las muchas cosas que el hombre puede conocer. La economía estudia la producción, la distribución y el consumo de la riqueza.
Pero la mente humana puede conocer más de lo que entra en este campo de estudio. Podemos saber cómo predecir con éxito eclipses solares, por ejemplo.
A pesar de que ello va mucho más allá de lo que la economía investiga. Sin una educación adecuada, una persona razonable podría confundir la economía con el conjunto de lo que el hombre puede llegar a saber.
Y sin embargo a menudo creemos que la mente humana no puede penetrar más allá de lo que estudian las disciplinas que constituyen la ciencia moderna. Pero esta creencia es sencillamente falsa. No hay nada en la ciencia, practicada adecuadamente, que nos fuerce a esa conclusión.
Pensar lo contrario es “cientificismo”, no verdadera ciencia. Tener conciencia de los límites de la ciencia – o de cualquier otro campo– no es denigrar a la ciencia, sino simplemente saber lo que es propio de la ciencia y lo que no.
3. La pregunta sobre la existencia de Dios sólo puede ser planteada adecuadamente por la filosofía y por la fe.
La filosofía, como amor a la sabiduría, busca comprender la totalidad de la realidad a través de lo más fundamental.
De todas las disciplinas ideadas por la mente humana, es en la filosofía donde la mente humana llega más lejos.
A pesar de todos sus fallos, podríamos decir que filósofo alemán contemporáneo Martin Heidegger es ejemplar en este sentido.
Cualquiera que haya leído a Heidegger no puede dejar de sorprenderse por su incesante esfuerzo por llegar a lo que es más importante, incluso si no estamos de acuerdo con lo que afirma descubrir.
Respecto a la actual discusión, debería observarse que la filosofía no determina de antemano si lo que es más fundamental es material o inmaterial.
Por tanto, hay una apertura en la filosofía que va mucho más allá de lo que es propiamente estudiado por la ciencia.
Dado que el Dios del teísmo tradicional se entiende como inmaterial y la realidad más fundamental de todas, parece que la filosofía sea especialmente adecuada para decidir en la cuestión sobre su existencia.
Si otra disciplina afirmase ser también adecuada para tratar esta cuestión, le incumbiría demostrar que, como la filosofía, está principalmente implicada en la comprensión del conjunto de la realidad a través de lo más fundamental –sea lo que sea– y que en principio está abierta a encontrarlo más allá del universo material.
Por tanto, otras disciplinas –incluso las científicas– pueden proporcionar evidencias sobre la existencia de Dios. Pero es la filosofía a la que compete considerar el significado último de esta evidencia.
La fe, en su sentido teológico, es un caso especial. Lo que entendemos por fe en su sentido teológico es una creencia en la existencia de Dios y en otras verdades sobre él, incluido su amor por nosotros, que se ha hecho posible por una personal autorrevelación de Dios a nosotros.
¿Es posible una autorrevelación semejante? ¿Ha sucedido realmente? Lo que es concebible no puede ir en contra del principio de no contradicción, en la medida de que éste constituye la ley primordial del ser, de la misma realidad.
No hay nada, a primera vista, inconcebible respecto a una divinidad que se revela a sí misma al hombre. Si esta revelación ha ocurrido de hecho es algo que sólo puede determinarse sopesando las evidencias a favor de ello ofrecidas por las distintas religiones.
La teología católica, con todo, debido a que razonablemente sostiene que el acto de fe requiere de la gracia sobrenatural y del libre consentimiento, enseña que la evidencia de la revelación puede como mucho mostrarnos que la revelación es probable.
Esta evidencia no puede obligarnos absolutamente a nuestra aceptación de la revelación.
Volviendo a lo que podemos saber sobre el Dios del teísmo tradicional mediante la razón a través de la filosofía, debería observarse que muchos filósofos que piensan que este conocimiento es posible, también reconocen la dificultad de llegar a él con un alto grado de certeza.
Un conocimiento general e imperfecto de Dios es accesible a todos aquellos cuya razón funciona correctamente. Pero un conocimiento más firmemente establecido es fuertemente demandado.
Como dijo santo Tomás de Aquino en una famosa frase, la verdad sobre Dios de la que la razón es capaz, constituye el logro de unos pocos, sólo puede obtenerse después de mucho tiempo, y con la mezcla de muchos errores.
Santo Tomás dice que en esta situación, la revelación puede llegar en ayuda del hombre para ayudarle a conocer aquellas verdades sobre Dios que él naturalmente es capaz de alcanzar.
4. La Iglesia enseña que es posible saber que Dios existe.
Muchos filósofos han mantenido que es posible saber que Dios existe y han ofrecido argumentos para probarlo.
La Iglesia también enseña que es posible a la razón humana saber que Dios existe. Una de las afirmaciones más conocidas de esta enseñanza está en Dei Filius, la constitución dogmática de la fe católica promulgada por el Concilio Vaticano I (1869-1870).
La Iglesia “mantiene y enseña”, declararon los padres conciliares, “que Dios, el principio y el fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza desde la consideración de las cosas creadas, por el poder natural de la razón humana: siempre desde la creación del mundo, su naturaleza invisible ha sido claramente perceptible en las cosas creadas” (2).
La última frase es una referencia a las palabras de san Pablo en Romanos 1, 20, que para la tradición católica es el lugar clásico de la doctrina de la posibilidad del conocimiento natural de Dios.
La verdad sobre el posible conocimiento natural de Dios fue vuelto a proponer, entre otros, por Pío XII en su encíclica Humani Generis (1950) en la que, de acuerdo con el Vaticano I, enseña que es erróneo dudar “si la razón humana, sin la ayuda de la divina revelación y de la divina gracia, puede demostrar la existencia de un Dios personal con argumentos deducidos de las cosas creadas” (19).
Podemos encontrar igualmente esta enseñanza en el Vaticano II (1962-1965) en su constitución dogmática Dei Verbum (6) y en el primer capítulo del Catecismo de la Iglesia Católica (1992).