En nuestras vidas, hay quienes nos parecen simpáticos espontáneamente, y quienes nos disgustan de antemano. Hay aquellos cuya amistad buscamos voluntariamente, y aquellos que nos dejan perfectamente indiferentes.
Hay algunos a los que juzgamos favorablemente, a los que concedemos la etiqueta de “buena gente”. Hay quienes están “fritos” en nuestra perspectiva, sin importar lo que hagan.
¡Somos muy complicados! No es que queramos serlo. ¡Simplemente es así!
Por ejemplo, en nuestro entorno, si tratamos de ser sinceros, hay personas que nos son útiles. Esas personas necesitan ser atendidas. Haremos todo lo posible para ser buenos con ellos. Todo es válido: sonrisas, servicios, señales diversas. Nunca se sabe.
Y luego, hay gente que nos molesta. Para nosotros, son inútiles, los consideramos superficiales y groseros. Los evitamos y huimos de ellos. ¿No hemos clasificado nuestras relaciones en dos categorías: “interesantes” y “no interesantes”?
Y luego están los que envidiamos. No podemos evitarlo, los odiamos. Tienen cualidades que nosotros no tenemos. Tienen relaciones que nos gustaría tener, pero no tenemos.
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Tienen un montón de ventajas sobre nosotros, incluyendo ventajas físicas o materiales que nos gustaría monopolizar. La envidia nos corroe.
Por mucho que lo intentemos, no podemos evitar pensar en ellos, compararnos con ellos, imaginarnos en su lugar. Dependiendo del momento, nos enfurecemos hasta volvernos violentos, o nos denigramos en nuestra propia mirada, sin poder superarlo.
¿Y si toda esta gente fuera el Misterio de Dios que se nos ofrece para acoger y descifrar?
Cada encuentro, una confrontación con un nuevo misterio
Hubo un tiempo en que se enseñaba a los niños la virtud de la hospitalidad. Dejar la puerta abierta para que el que está perdido pueda refugiarse, reservar la ración del pobre para acogerlo a su mesa si viene a llamar a la puerta…
Hoy en día, a los niños se les enseña a desconfiar. Nada sería más peligroso que confiar en alguien que no conoces, y peor aún, darle la bienvenida. Y en cuanto a dejar la puerta del coche abierta con la bolsa en el asiento…
Una cosa lleva a la otra, llegas a desconfiar de todos. Y como no confías en nadie, sientes que es virtuoso vaciar tu entorno.
Pero, contrariamente a lo que pensamos, el vacío no hace la paz. Mantiene un estado de “guerra fría”, una guerra latente que siempre está a punto de estallar. Rechazar a los demás, así como usarlos, no es realmente una actitud según el Evangelio.
La actitud correcta en la relación de uno con el otro es estar abierto a su presencia. Es cierto que cada recién llegado que entra en nuestras vidas es tanto una amenaza como una promesa.
Si no tenemos cuidado, empezaremos a desconfiar o incluso a rechazar al otro. Reaccionamos como el perro al que se le eriza el pelo cuando se acerca a un sujeto desconocido.
Estos reflejos también necesitan ser evangelizados. No es fácil, pero es muy liberador. Cada encuentro es una confrontación con un nuevo misterio que ciertamente me sorprende.
“No se olviden de practicar la hospitalidad, ya que gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles” (Heb 13:2).