La vida nunca ha dejado de parecer un viaje en el que puedes perderte.
A veces, en realidad, solo necesitamos que nos noten. Asustados y cansados, comenzamos a gritar para que alguien nos escuche y para poder darnos cuenta de que estamos vivos.
Somos como esa oveja perdida de la que nos habla Jesús. A veces nos han olvidado o nosotros mismos nos hemos olvidado, y no podemos hacer nada más que esperar a que alguien nos encuentre.
Luego están las relaciones en las que nos perdemos. A veces nos perdemos porque hemos decidido irnos; a veces, aunque nos quedamos, tenemos el corazón en otra parte. O a veces, nos quedamos tanto que nos estancamos, nos olvidamos de quiénes somos.
Solo nosotros podemos decidir volver, como los dos hijos de la parábola. La oveja y los dos hijos tienen que decidir cómo quedarse y cómo dejar encontrarse, pues podemos perdernos de muchas formas, pero siempre habrá alguien que nos busque: un pastor, un amigo, un padre, alguien que nos ama.
Amor sin lazo
Quizás dejamos una relación porque nos sentimos atrapados. El amor es exigente. Nos cuesta sentir que no podemos poseerlo y adaptarlo a nuestro ego. Nos cuesta permanecer.
El hijo menor quiere un amor sin restricciones. Quiere cariño sin compromiso, hasta que al final aprende -por las malas- que su necesidad de amar se realiza solo en el vínculo permanente.
Tenemos hambre de afecto y por eso corremos el riesgo de apegarnos al primer “amor” que encontramos. Pero, a la vez, pensamos que en una relación solo podemos ser esclavos, que solo podemos amar perdiendo la libertad.
Esta es la enfermedad de la que debemos curarnos, y solo nos curamos cuando conocemos a alguien que está listo para amarnos incondicionalmente, para celebrar nuestra vida, alguien que nos ama para dejarnos ser y no para poseernos.
Amor permanente
El Padre vivió con anticipación este encuentro: nunca dejó de buscar al hijo perdido en sus pensamientos, y cuando el hijo por fin decidió regresar, lo trató con libertad.
El Padre vuelve a vestir a su hijo, no le hace ver su debilidad, le devuelve su dignidad. Él hace que se ponga un traje nuevo, le pone unos zapatos.
En esta relación, el hijo es una persona libre, no un esclavo. La vida del hijo es celebrada con un banquete de alegría y agradecimiento.