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Ni mejor ni peor que los demás: simplemente tú

KWIATY

Ilya Mirnyy/Unsplash | CC0

Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/06/20

Cuando una persona se acepta y se quiere tal y como es, puede darse sin miedo, orgullo ni vanidad

Tengo claro que no quiero ser vanidoso. Incluso si me lo llaman diré que no es cierto, que no lo soy. Puede que se equivoque quien me juzga. O quizás soy yo quien no veo las intenciones escondidas en mi alma. ¿Seré de verdad vanidoso?

El orgullo y la soberbia se esconden en los pliegues de mi corazón. Y al mismo tiempo me doy cuenta de lo verdaderamente importante en la vida.

Es la humildad lo que todos valoran en los demás. Pero aun teniéndolo claro veo cómo son pocos los que quieren cultivar ese rasgo en su personalidad.

Como si la humildad estuviera asociada con la debilidad, con la pusilanimidad o la fragilidad. Me evocan un alma enferma que no tiene nada en su haber de lo que poder gloriarse.




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Jesús me pide que sea manso y humilde de corazón. Pero mi orgullo me lleva a ser poco manso y a buscar el reconocimiento. Me vuelvo competitivo. El padre José Kentenich decía:

“Si quiero llegar a ser humilde, debo saber primeramente que soy alguien, debo saber que represento algo con consistencia propia. De otro modo, no puedo cultivar una humildad adecuada. Lo que tendré en ese caso será siempre, en el fondo, una conciencia de inferioridad”[1].

Sin complejos

La humildad tiene que ver con la verdad. No quiero caer en la falsa modestia. Si hago algo bien no necesito ocultarlo. Lo importante es que lo viva con libertad, sin complejos y sin creerme importante.

No quiero caer en la vanidad y el orgullo. Pero a veces pretendo que no destaque el que destaca. Deseo que no triunfe el que triunfa. Que no sea alabado el que hace algo bien. El problema entonces es mío. Como esa monja que decía:

“Clavo que sobresale en comunidad con un buen martillazo se iguala”.

La envidia me hace mucho daño. Logra que desee el mal de otros. O que no obtengan demasiados bienes. Me comparo y pienso que los demás son más amados, más valorados, más tomados en cuenta que yo.

“La envidia es la tristeza por un bien que posee el prójimo en cuanto implica un menoscabo o un perjuicio para uno mismo”[2].

La envidia entristece mi ánimo, nubla mi espíritu y me quita la paz. La humildad entonces tiene que ver con mi verdad.

Necesito aceptarme y quererme como soy. Amarme en mi valor, para poder darme sin miedo. Ser yo mismo sin pretender que todos me amen.

No quiero caer en la vanidad ni en el orgullo. No me dará más felicidad ser mejor que otros. No me hará sentir mejor el fracaso de los que brillan. Eso no es lo importante.

Lo que vale es ser yo mismo y ser fecundo siéndolo. No es necesario que oculte mis dones y talentos. Dios los puso en mí para que los entregara. No lo hago por vanidad, sino por amor a la vida, al servicio.

Esa actitud del corazón es la que deseo.


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Miro a Jesús en su verdad. Él sólo me pide que sea manso y humilde de corazón. Que no busque el reconocimiento ni la alabanza. Que no pretenda ser mejor que nadie.

Concentrar fuerzas

Sólo me pide que sea experto en lo que sé hacer bien. Experto en el amor, en la entrega. Experto en ese don que ha sembrado en mi alma.

Un conferenciante explicaba, citando a Malcolm Gladwell, que para alcanzar la excelencia en una materia, uno debe acumular de diez mil horas de práctica.

Puedo ser experto en el don que tengo, si lo cultivo. Puedo ser experto en alegría, si invierto muchas horas siendo alegre. Pero puedo ser experto también en la queja, si no dejo de quejarme todo el día.

Es importante que sea experto en dar el don que Dios ha puesto en mi corazón. No quiero guardarme lo que tengo alegando que sólo busco ser humilde.

Estoy siendo egoísta cuando no comparto lo que Dios me ha dado.

Puede que en algún momento Jesús me pida que renuncie a entregar mi talento. Pero que no suceda porque busco, amparado en una falsa modestia, pasar desapercibido. Eso no es lo que Dios quiere.




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La fuente de mi riqueza personal

Quiero cuidar no caer en la vanidad. La humildad es un don de Dios que suplico cada día. Un don que brota de una experiencia sanadora: saberme amado profundamente por Dios y amado por los hombres. Ese amor me salva.

No necesito mendigar reconocimiento ni exigirlo.

La humildad me hace consciente de mi pobreza. Soy niño, pobre, hijo. Es Dios el que conduce mi vida y me lleva hasta su corazón. Su carne, su cuerpo, son mi camino de santidad. La pobreza es el camino que tengo para tocar mi debilidad.

La experiencia de la humillación me acerca con facilidad a la humildad. Cuando soy difamado, criticado, o juzgado soy más humilde.

A veces me defiendo pretendiendo defender la verdad. Jesús guardó silencio. Fue manso y humilde. Es lo que me pide. Que acepte con humildad las críticas, aunque sean falsas. Los juicios, aunque no se correspondan con la verdad.

Jesús vivió esas humillaciones y me ha mostrado el camino que he de seguir. Deseo esa humildad unida al amor. Comenta el Padre Kentenich:

“Humildad sin amor es inconcebible, sería siempre una enfermedad, no sería humildad”[4].

Humildad amando mi verdad. Sin rencor hacia nadie. Sin desprecio hacia los demás. Estoy llamado a ser humilde y lleno de compasión.

[1] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[2] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[3] Comunidad internacional de Empresarios y Ejecutivos schoenstattianos

[4] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 19er

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