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¿Y si el miedo atrae a Dios?

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Sam Wordley | Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/03/20

¿Cómo es posible seguir creyendo en medio de un mal que amenaza al mundo entero? ¿Cómo se puede vencer el mal de este mundo, la enfermedad, esta pandemia?

Hoy un ciego comienza a ver. Un ciego de nacimiento. Jesús le devuelve la vista:

Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: Vete, lávate en la piscina de Siloé. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo. El fue, se lavó y volvió ya viendo”.

Me gusta recorrer la Cuaresma. Es un tiempo de desierto. Ahora más que nunca. Mantengo la mirada esperanzada desde el monte.

Busco la fuente en el corazón de Jesús que calma mi sed. Quiero vivir la alegría a la que Jesús me invita en medio de mis miedos y ansiedades.

Pienso en el ciego que no ve y súbitamente recobra la vista. Me impresiona esa mirada recobrada. Esos ojos que se abren a la luz del día. Han dejado las tinieblas de la noche y han comenzado a ver por vez primera.

No me gustan las tinieblas, ni la oscuridad de la noche. Me angustia no poder ver y caminar a tientas por la vida. Hoy escucho:

“Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo”.

Tengo una ceguera del alma que no me permite ver. Veo sólo lo malo, lo oscuro, lo gris. Pierdo la sensibilidad para los colores, para la luz, para lo bueno, para la victoria, para la gloria.

No me desmoralizo. No pierdo la esperanza. Jesús pasa por mi lado y me devuelve la vista perdida. Me alegro, porque antes no veía y ahora veo.

Por un momento me sentí ciego. Pensé que nada tenía sentido y que todo estaba condenado a un final amargo. Pero ahora Jesús pasa por mi lado. Repito confiado en mi corazón:

“Si no tuviera miedo, Jesús, no vendrías a mí”.

El miedo atrae a Jesús hasta mí. Igual que mi ceguera despierta su deseo de hacer barro entre sus dedos y untar mis párpados cerrados.

Mi ceguera no me permite ver. ¡Cuánto me cuesta ver a Dios en mi vida! Es como si el mal fuera más fuerte. Y el miedo a perderlo todo nublara mi ánimo.

Jesús me dice que Él es mi luz, mi esperanza, mi alegría. Y mis ojos se abren en medio de la oscuridad.

¿Cómo es posible seguir creyendo en medio de un mal que amenaza al mundo entero? ¿Cómo se puede vencer el mal de este mundo, la enfermedad, esta pandemia?

El miedo me vuelve ciego. Si no tuviera miedo, si no estuviera ciego, Él no vendría hasta mí. Él viene, se acerca, me toca los ojos.

Me ve ciego en medio del camino. Pienso en mis pobres ojos que no ven. Pienso en ese Jesús que viene hasta mí a tocar mi vida:

Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo”.

Su amor me salva, me devuelve la vista perdida. Esa vista que no me deja ver a Dios en mi vida y me hace dudar. ¿Por qué permite el mal en el mundo? ¿Y la enfermedad y la muerte de seres queridos?

¿Por qué permite Dios este tiempo en el que me hallo confinado, con miedo a la incertidumbre? ¿Por qué no lo veo? Muchos no vieron a Jesús ese día que relata el evangelio:

“Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es”.

No creyeron en su poder, tampoco siguieron sus pasos. Y un ciego comenzó a ver y vio a Dios en Jesús:

“¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: – Le has visto; el que está hablando contigo, ése es. El entonces dijo: – Creo, Señor. Y se postró ante él”.

Este hombre ciego comienza a ver y descubre a Dios en Jesús. Al Salvador en la piel de un hombre como él. Ha sido curado y cree en el poder de Dios. Tiene fe.

Otros que lo ven no lo reconocen. Me impresiona. Yo tampoco lo veo muchas veces en la vida y me pregunto lo mismo que una persona reflexionaba el otro día:

“Yo no entiendo la vida, pero, ¿quién soy yo para preguntar el por qué? Muchas veces cuando veo la tragedia de la vida, me pregunto si tienen razón diciendo que Dios no interviene en nuestras vidas. Cuestión a la que solo puedo responder por mi fe. Yo siento que actúa en mi día a día en cada instante, porque si no, dejaría de respirar. Pero me pregunto por qué protege a unos y a otros no”.

Me cuesta entender muchas cosas. Pero no dudo de su presencia. Sé que está presente en mis miedos y mis dudas. En mi dolor y mi ansiedad.

Quiero que todo se arregle rápidamente y no sé vivir con paciencia el presente, el día a día. Las horas monótonas que descansan entre los dedos.

Deseo ver a Dios oculto en el dolor, en el sinsentido, en el miedo, en mi ceguera. Necesito aprender a ver al Dios escondido en mi vida.

Ese Dios que viene a salvarme, a sacarme de mi monotonía, de mi pobreza. Toma barro entre sus dedos y se acerca a mis ojos.

Quiero ver.

La Cuaresma es el camino de los ciegos hacia la luz de Jesús. Es el camino que va de la muerte a la vida. Mi corazón se alegra ya desde antes de que llegue la luz a mi alma. Desde antes del final, aunque todo parezca tan frágil e inestable. No importa.

Confío en sus dedos con barro cerca de mis ojos. Sólo tendré que lavarme. Eso que me piden que ahora haga con tanta frecuencia. Me lavo los ojos para ver. Lavo mi alma para ver. Lavo mis manos, mi vida, para ver.

Jesús puede hacerlo en mí. Puede hacer que vea.

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