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Los pequeños leprosos en mi sala de estar

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Deirdre Mundy - publicado el 20/03/16

Cuando soñé con fundar una orden religiosa, no me había dado cuenta de lo que estaba creando...

¿Por qué llora Jesús?

Porque se tropezó. Porque se le rompió el plátano. Porque dije que no podía meter todos los cepillos de dientes por el desagüe del baño. (Ya había introducido tres por la tubería). Porque no está permitido tocar el órgano durante la misa. Porque la Abuela sólo jugó con él en el parque durante tres horas antes de que tuviera que irse. Porque su hermana dijo que el nuevo bebé puede llamarse Dora si es una niña, pero no Botas si es un niño. Porque se cayó el casco del muñeco de Lego. Porque tiene dos años y porque el mundo es grande y todo se rompe constantemente.

Mi hijo menor se llama Henry, no Jesús, y se lamenta y llora continuamente en este valle de lágrimas que es su vida. Sus decepciones llegan y lo hacen pisando fuerte, tanto para Henry como para sus hermanos mayores, aunque ya de forma más esporádica en los segundos.

Érase una vez, yo era una mujer soltera. Rezaba el rosario. Reflexionaba sobre las Escrituras. Acudía a misa diariamente, me confesaba cada dos semanas y esperaba con entusiasmo los viacrucis de los viernes de Cuaresma. Ahora, mi vida de oración consiste en una letanía de “Por favor, Señor, ayúdame a superar los próximos 10 minutos”.

La Iglesia nos dice que deberíamos ver a Jesús en los rostros de las personas que vemos diariamente. Yo, la mayor parte del tiempo, estoy en casa con los niños. Según mi experiencia, Jesús es un poco histérico, emocional en extremo y tiene unas expectativas nada realistas sobre cómo debería funcionar el mundo. Y ya está llorando otra vez.

En la universidad me juntaba con una pandilla muy católica. (El tipo de amigos que bromeábamos con ser “Tan santos que casi levitábamos”). A veces íbamos a fiestas donde aparecían hermanas africanas. En una de esas fiestas, una de estas bondadosas hermanas me agarró de las manos, me miró a los ojos y dijo con solemnidad, “Algún día harás grandes cosas para Dios”.

En mi joven cerebro de adulta, aquello significaba fundar una orden religiosa. Abrazar a los leprosos. Quizás incluso un martirio en algún otro país. Decidí que fundaría un tipo de orden religiosa totalmente nueva. En vez de dividirnos en hombres y mujeres, seríamos un grupo mixto. Nuestros hermanos y hermanas religiosos podrían desplazarse a tierras extranjeras y, trabajando como parejas, se encargarían de pequeños grupos de huérfanos. Así podrían criar a ocho o diez de estos niños, de la infancia a la adultez, y ayudarles a tener estabilidad y una auténtica vida en familia, con una madre y un padre en cada casa. No podía entender por qué a nadie se le había ocurrido nunca semejante idea para una vocación, tan brillante y fantástica.

Así que sí, básicamente inventé algo parecido al matrimonio. Era joven, tonta y totalmente ciega a la realidad. Luego crecí y me casé y, de alguna forma, yo terminé con seis (dentro de poco siete) hijos, y mis amigas, que seguramente serían mejores madres y que querían desesperadamente más hijos, terminaron con uno o dos. (A veces creo que Dios no es tan bueno en esto de la planificación familiar…).

Así que ahora, en vez de surcar los mares en busca del abrazo de leprosos en entornos exóticos, encuentro a mis leprosos despatarrados por la casa, rodeada de platos y de colada. Está la leprosa social de 12 años, preocupada porque cree que nunca hará más amigas. Está la autoproclamada leprosa de 10 años, que ha decidido armarse de réplicas sarcásticas para cada crítica que cree haber escuchado. El de ocho años quiere vivir una vida de ermitaño, retirado en una colonia de leprosos con un único miembro, acompañado de Legos y de Minecraft. Luego está el leproso de seis años al que evitan los otros niños de natación por ser un “bebé”, porque le asusta meterse en el agua. La leprosa de cuatro años está tan sedienta de compañía constante que los demás la evitan. Por último, tenemos al leproso más pequeño de todos, que ya está llorando otra vez.

Esta es mi colonia de leprosos. Aquí es donde me pongo a prueba con las exigencias de este Año de la Misericordia, dando de comer al hambriento casi constantemente, vistiendo al desnudo en medio de gritos de protesta, educando al ignorante incluso cuando se queja por ello, y rezando por los vivos a todas horas porque, de no ser así, ninguno de nosotros sobreviviría hasta que el bebé aún uterino alcanzara la edad adulta.

Nunca tendré una vida santa del calibre de las que explica Alban Butler en su obra La vida de los santos, que era la vida que imaginé cuando la hermana africana me dijo que haría grandes cosas. Pasarán tranquilamente diez años hasta que pueda intentar, de forma realista, asistir a misa diariamente y tener una vida de oración más regular.

Podría llenar mis días de resentimiento, ya que los niños impiden claramente que cumpla con la vida de inmensa santidad que Dios me tenía reservada. O mejor puedo abrazar al leproso y limpiar los restos de plátano de su cara y de sus manos, para que así pueda volver a salir a corretear hasta que encuentre alguna nueva decepción en este mundo roto que ansía un Salvador.

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