Corpus Christi, un alimento que liga pasado, presente y futuro, y hace presente la eternidadYa no celebraremos la Eucaristía en el Cielo. La Eucaristía es para esta tierra. Jesús instituyó ese sacramento para que vivamos de su presencia mientras estemos aquí abajo y Él “allí arriba”, pero cuando le veamos cara a cara, entonces la Eucaristía ya no tendrá razón de ser.
La Eucaristía es, pues, el sacramento de la presencia de Cristo durante el tiempo de su ausencia aparente. Ella nos hace ahora vivir de Él que está en la eternidad, mientras que estamos aún en el tiempo.
De este modo, nos permite unir el tiempo que es nuestro con la eternidad que es suya.
A través de ella, nos hacemos contemporáneos de la eternidad, mientras que seguimos ligados al pasado, al presente y al futuro. He aquí un gran misterio del que podemos observar algunos aspectos.
La Eucaristía une el presente a la eternidad
El flujo del tiempo al que estamos sometidos puede ser un trance muy duro para algunos de entre nosotros. Pero ¿no hay ningún medio aquí abajo para escapar de esta huida del tiempo?
¿No habría en esta vida alguna cosa más fuerte que el tiempo, más poderosa que el destino? Sí la hay, la Eucaristía. Jesús nos dio la certeza:
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna” (Jn 6,54).
Todos los sacramentos nos dan en cierto modo la vida eterna, ya que nos comunican la gracia de Dios. La Eucaristía, no obstante, no contiene solamente la gracia divina, sino al autor mismo de la gracia: Jesucristo.
Nos une no solo a la eternidad, sino que nos entrega a quien es lo Eterno. Así que, cada vez que comulgamos con fe, entramos en esa “zona” que san Pablo llama “la plenitud del tiempo”.
Unidos sacramentalmente a Cristo, por tanto, somos introducidos místicamente en la eternidad, mientras todavía somos peregrinos en la tierra.
Sin duda, seguimos envejeciendo físicamente, pero nuestro presente es desde ese momento habitado por una luz nueva. Ya no es “vanidad de vanidades”, sino espejo de la vida eterna.
La Eucaristía une el pasado a la eternidad
El pasado posee una doble característica tan desconcertante como la evanescencia del presente: es irreversible (el ayer nunca vuelve) e imborrable (es imposible hacer que lo que ha sucedido no suceda).
Pero entonces, ¿es posible vivir esta dimensión de nuestra vida (nuestra historia pasada) sin ser, según los casos, aplastados por los remordimientos de nuestras faltas o hinchados de vanidad por nuestros logros?
Aquí también la respuesta se encuentra en la Eucaristía, porque ella tiene el poder de unir nuestro pasado a la misericordia eterna de Dios: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19).
Durante la celebración de la Eucaristía a través de la liturgia de la misa, son el mismo sacrificio de Cristo en el Gólgota y su Resurrección los que se hacen presentes.
Más allá de los dos mil años que nos separan del Gólgota, el sacrificio de la misa es la actualización sacramental y no sangrienta del sacrificio histórico único de Cristo.
A la luz de este sacrificio históricamente pasado pero hecho presente a través de la Eucaristía, otra relación con el pasado se hace posible: ya no de resentimiento o exaltación propia, sino de misericordia y gratitud.
Se habla mucho de la curación de la memoria, ¿no es en la comunión eucarística cuando eso puede asumir todo su sentido? ¡La comunión eucarística es el gran momento de la purificación de la memoria!
Nos enseña a unir nuestra historia a la de Jesús, que atravesó la muerte por nosotros para que resucitemos con Él. Así, la Eucaristía nos enseña a vivir nuestro pasado de forma sobrenatural.
La Eucaristía une el futuro con la eternidad
El futuro no es todavía. Es por naturaleza imprevisible e incierto. Pero para todos existe una certidumbre: la muerte.
Normalmente, no sabemos dónde ni cuándo ni cómo, pero estamos seguros de que, tarde o temprano, seremos despojados de nosotros mismos.
Tenemos las horas contadas. ¿Hay alguna cosa en la tierra que pueda, sin mentirnos, salvarnos de la angustia?
Una vez más, la Eucaristía nos da la respuesta, ella a la que los Padres de la Iglesia llamaban “el remedio para la inmortalidad”.
Al comulgar con el cuerpo glorioso de Cristo, nos introduce en la Presencia de quien venció a la muerte, el único que puede reconciliarnos plenamente con nuestra condición mortal.
Es además por ella que el “domingo”, que es el día por excelencia de la celebración de la Eucaristía, lleva el mismo nombre que el Día tan esperado del regreso de Cristo (la parusía): el “Día del Señor”.
Es por ello también que la Eucaristía es el último sacramento que se ofrece normalmente a un agonizante (entonces se le llama “viático”, del latín via, camino: se da para el camino del moribundo), después de la confesión y la unción de enfermos.
La Eucaristía es, por tanto, el “viático” que nos ayuda a abordar nuestro futuro con el desapego y la fuerza que requiere el Día del Señor.
En ella, el Reino eterno se encuentra allá donde estemos y basta rebasar el velo de lo visible para penetrar en él. Es lo que la Biblia llama la fe.
La Eucaristía del domingo
Una antífona atribuida a santo Tomás de Aquino, O sacrum convivium (Oh, banquete sagrado), lo resume en un cántico: la Eucaristía es el banquete sagrado durante el que “se celebra el recuerdo de su Pasión, el alma se colma de gracia y se nos concede una prueba de la gloria futura”.
Por eso la misa del domingo es tan importante.
Bajo las persecuciones, los primeros cristianos arriesgaron su vida para celebrar la Eucaristía del domingo. Martirizados, declararon que no les era posible vivir sin la eucaristía, alimento del Señor: Sine dominico non possumus (“Sin el domingo, no podemos”).
Comentando esta antigua fórmula, el papa Benedicto XVI escribió en 2007 en su Exhortación apostólica postsinodial Sacramentum caritatis (El Sacramento de la caridad):
“Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva”.
Por fray Thomas Joachim