A menudo olvidamos que fuimos creados para alabar a Dios y servirle, no para poner a Dios a nuestro servicio
Rezar no es un ocio piadoso, una meditación en busca de bienestar, o una ocupación opcional para las vacaciones. La oración no busca en primer lugar el alivio o el apaciguamiento.
La oración es ante todo una virtud cardinal de la justicia. La justicia consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Todo se debe a Dios.
¿Qué tenemos que no hemos recibido de él? (1 Corintios 4:7). No podemos decir que estamos sedientos de justicia y al mismo tiempo omitir esa primera justicia: dar gracias a nuestro Creador.
“En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor“, como se dice en la misa. Rezamos porque es justo.
Alabanza, fruto del amor desinteresado
“¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? Alzaré la copa de la salvación e invocaré el nombre del Señor” (Salmo 116, 12-13). Se participa en la Eucaristía por gratitud, porque sería sumamente injusto ignorar lo que se le debe al Señor.
Pero incluso antes de dar gracias a Dios por sus bendiciones, debemos agradecerle por lo que es.
En el admirable himno de la Gloria le decimos al Señor todos los domingos: “Te damos gracias por tu inmensa gloria“. Esta es la oración de alabanza.
No nos interesa primordialmente lo que Dios ha hecho o hará por nosotros, sino lo que es en sí mismo: infinitamente glorioso.
La alabanza es el fruto del amor desinteresado. Este amor que puede decir a los demás: “Te amo no por lo que me das, sino por lo que eres”. “Te doy las gracias por existir“. Sí, es correcto amar a Dios más que cualquier otra cosa, amarlo con todo nuestro corazón, como Jesús nos indica.
Hemos sido creados para alabar y servir a Dios
De este gran acto de amor gratuito, la oración, ¿no la hemos convertido en el auxiliar de nuestras lujurias? San Ambrosio ya dijo que la mayoría de las veces somos como un hombre de negocios que va a rezar. No queremos rezar, queremos que nuestros pequeños negocios prosperen.
¿Qué buscamos en la oración? ¿Es, para hablar como san Francisco de Sales, “los consuelos de Dios”, o “el Dios de los consuelos”?
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¿La oración nace de nuestra lujuria o emana de nuestra fe? “Señor, haz ahora por La Hire lo que La Hire haría por ti si fueras La Hire y si La Hire fuera Dios”. ¿No es esta súplica de una de las compañeras de Juana de Arco a veces una caricatura de nuestra oración?
¿Tenemos que recordar que fuimos creados para alabar a Dios y servirle, no para poner a Dios a nuestro servicio? La salvación, como dice santo Tomás, es lograr aquello para lo que estamos hechos.
En otras palabras, alabar a Dios ya es entrar en la salvación. Ciertamente, “nuestras canciones no añaden nada a su gloria”.
No es para sí mismo que Dios quiere que lo alabemos, sino para nosotros, porque alabarlo es cumplir con nuestra esencia, hacer aquello para lo que estamos hechos, comenzar aquí en la tierra lo que será nuestra felicidad para la eternidad: cantar las alabanzas del Señor.
Por el padre Guillaume de Menthière