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Este miércoles 25 de diciembre, en su mensaje Urbi et Orbi, el Santo Padre hizo un nuevo llamado a la paz en los países que sufren el embate de la violencia: Ucrania, Israel, Palestina –particularmente Gaza–, Líbano, Siria, Libia, Burkina Faso, Malí, Níger, Mozambique, países del Cuerno de África, y Myanmar.
“Que callen las armas en la martirizada Ucrania. Que se tenga la audacia de abrir la puerta a las negociaciones y a los gestos de diálogo y de encuentro, para llegar a una paz justa y duradera. Que callen las armas en Oriente Medio. Con los ojos fijos en la cuna de Belén, dirijo mi pensamiento a las comunidades cristianas de Palestina e Israel, y en particular a la comunidad de Gaza, donde la situación humanitaria es gravísima. Que cese el fuego, que se liberen los rehenes y se ayude a la población extenuada por el hambre y la guerra. Llevo en el corazón también a la comunidad cristiana del Líbano, sobre todo del sur, y a la de Siria, en este momento tan delicado. Que se abran las puertas del diálogo y de la paz en toda la región, lacerada por el conflicto.”
Tres días antes, el domingo 22 de diciembre, en su mensaje después del Ángelus, el Santo Padre continuó llamado a la paz para celebrar la Navidad:
“Que callen las armas y resuenen los villancicos. Recemos para que en Navidad cese el fuego en todos los frentes de guerra, en Tierra Santa, en Ucrania, en todo Medio Oriente y en el mundo entero”
El miércoles anterior, 18 de diciembre, en la Audiencia General, el Santo Padre suplicó el orar juntos por la paz: “ Pidamos al Príncipe de la Paz, al Señor, que nos conceda esta gracia: la paz, la paz en el mundo. La guerra, no lo olvidemos, siempre es una derrota, ¡siempre! La guerra siempre es una derrota.”
Estos últimos tres mensajes dan idea clara de la atención y conocimiento del Papa acerca de la violencia que golpea a tantos hermanos; así como de su preocupación y firme decisión de trabajar en favor de la paz. La coyuntura histórica es dramática puesto que la carrera armamentista ha llegado a acumular activos con tal letalidad y capacidad de destrucción, que no es exagerado prever una devastación de proporciones globales si se activan los “botones rojos” de las grandes potencias.
Ahora bien, independientemente de este grave riesgo global, la voz de la Iglesia sigue siendo la misma así exista una sola víctima de la violencia, pues la dignidad humana no estriba en el conjunto, sino en la individualidad de cada persona.
El origen de la violencia
La Doctrina Social señala que la paz es, en primer lugar, un atributo de Dios. De dicho atributo se desprende el proyecto de paz para el hombre, centro y culmen de la creación. Y para hacer tangible tal proyecto, Dios ha dado al hombre la paz.
Dios depositó el don de la paz en manos nuestras. Pero vino la rebelión del pecado de nuestros primeros padres y, con ello, quedó fracturada esa paz y armonía, dejando una grieta histórica por donde se ha colado la envidia, ira, sed de venganza y ambición de poder. Desde entonces, hay un Caín en cada persona que se aleja de la gracia de Dios. Un Caín que levanta su mano contra Abel en cada persona que abandona el camino de la voluntad de Dios. Un Caín que mata a Abel en cada persona que se deja llevar por la concupiscencia de sus pasiones.
Pero esta historia milenaria llegó a su fin con Jesucristo. Desde su prodigiosa Encarnación; pasando por su Navidad, la proclamación y testimonio del Reino, su pasión, muerte y Resurrección; hasta su gloriosa Ascensión a los cielos, el Príncipe de la paz ha saldado todas las cuentas; ha rescatado a todo el género humano; ha restablecido el puente de gracia; ha dado cumplimiento perfecto a la santa, preciosa y perfecta voluntad del Padre. Pero este nuevo regalo no ha sido impuesto, sino propuesto. En efecto, el don de Dios no es obligatorio. Dios no aplasta al hombre, no lo anula, no lo obliga materialmente al mandamiento del amor. Al contrario, lo deja en completa libertad, incluso a riesgo de sufrir su desprecio y rechazo. Es por ello que la violencia sigue acumulando páginas, y más páginas, en la historia humana, y en la historia de cada persona.
La misión de la Iglesia
Si bien es cierto que la misión de nuestro Señor fue el reconciliarnos con Dios y entre nosotros, también lo es que tal misión –ya cumplida en plenitud– requiere ser presentada y extendida a todos los hombres, en todas partes, a lo largo de toda la historia. Esta es la misión de la Iglesia.
Por ello, el magisterio de la Iglesia, fundado en Jesucristo, se sigue extendiendo y renovando, sin fractura, hasta la consumación de los tiempos. No es una doctrina nueva, pero sí novedosa pues está anclada en la Palabra viva. Su anuncio se actualiza cada vez con mayor precisión histórica, sin que deje de ser la misma doctrina del Príncipe de la paz. Todo ello está condensado en un capítulo (el undécimo) del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSI).
La paz: fruto de la justicia y la caridad
En este punto en particular, el CDSl inicia señalando lo que no es la paz: simple ausencia de guerra, ni equilibrio de fuerzas; para refinar enseguida en lo que sí es: fruto de la justicia; y conducirnos al valor excelso: la paz es fruto de la caridad. Estos tres momentos están compendiados en el número 494, el cual incluye citas de Gaudium et spes, Centesimus annus, y tres mensajes para la Jornada Mundial de la Paz:
“La paz no es simplemente ausencia de guerra, ni siquiera un equilibrio estable entre fuerzas adversarias, sino que se funda sobre una correcta concepción de la persona humana y requiere la edificación de un orden según la justicia y la caridad.
“La paz es fruto de la justicia (cf. Is 32,17), entendida en sentido amplio, como el respeto del equilibrio de todas las dimensiones de la persona humana. La paz peligra cuando al hombre no se le reconoce aquello que le es debido en cuanto hombre, cuando no se respeta su dignidad y cuando la convivencia no está orientada hacia el bien común. Para construir una sociedad pacífica y lograr el desarrollo integral de los individuos, pueblos y Naciones, resulta esencial la defensa y la promoción de los derechos humanos".
“La paz también es fruto del amor: 'La verdadera paz tiene más de caridad que de justicia, porque a la justicia corresponde solo quitar los impedimentos de la paz: la ofensa y el daño; pero la paz misma es un acto propio y específico de caridad'”.
Esta verdad que la Iglesia proclama con tal claridad se torna vehemente cuando señala que la violencia no constituye jamás una respuesta justa, que es un mal, que es inaceptable como solución de los problemas, que es indigna del hombre, que es una mentira porque va contra la verdad de nuestra fe y contra la verdad de nuestra humanidad; y que destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, y la libertad del ser humano (Cf. CDSI, n. 496).
El fracaso de la paz: la guerra
El número 497 del CDSI incluye 13 citas del magisterio de la Iglesia. Es uno de los números con mayor cantidad de referencias, lo cual muestra y fundamenta lo que dice con celo pastoral y ardor profético:
"(...) resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado. La guerra es un 'flagelo' y no representa jamás un medio idóneo para resolver los problemas que surgen entre las Naciones: 'No lo ha sido nunca y no lo será jamás', porque genera nuevos y más complejos conflictos. Cuando estalla, la guerra se convierte en 'una matanza inútil', 'aventura sin retorno', que amenaza el presente y pone en peligro el futuro de la humanidad: 'Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra'. Los daños causados por un conflicto armado no son solamente materiales, sino también morales. La guerra es, en definitiva, 'el fracaso de todo auténtico humanismo', 'siempre es una derrota de la humanidad': 'nunca más los unos contra los otros, ¡nunca más! ... ¡nunca más la guerra, nunca más la guerra!'.
En este momento histórico en que nos encontramos celebrando el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, en medio de tantos y tan dolorosos conflictos armados, rodeados de tanta violencia e inseguridad, queda el unirnos en un mismo clamor, junto al Papa, en favor de la paz, mientras unimos y rendimos nuestras facultades humanas a Dios que es paz y fuente de toda auténtica paz.