El pecado mortal mata la gracia santificante que recibimos en el bautismo, que borró el pecado original y nos hizo hijos de Dios. El Catecismo de la Iglesia católica nos enseña que:
"La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación" (CEC 1999).
Jesús instituyó la confesión
Cuando crecimos y tuvimos uso de razón, pudimos entender que, cometiendo una falta grave, volveríamos a caer en la desgracia de la muerte espiritual. Por ese motivo, el Señor Jesús instituyó el sacramento de la confesión (Jn 20, 23) para que se nos perdonaran los pecados y se restaurara la gracia perdida:
"Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones" (LG 11) (CEC 1422)
Los pecados veniales nos debilitan
Una vez restaurada la gracia, tenemos que ser cuidadosos con muestro comportamiento, en todos los aspectos y sentidos, para no cometer pecados graves. Sin embargo, inevitablemente caeremos en pecados veniales, que van debilitando nuestra voluntad y disminuyendo la gracia santificante.
De este modo, comenzaremos a necesitar "cargar baterías" confesándonos nuevamente. Pero, ¿cómo saber qué ha llegado ese momento?
Los síntomas de que ya es necesario confesarse
Así pues, como toda enfermedad se detecta por los síntomas, cuando el alma se enferma también presenta indicadores. Estos son algunos:
1Nos enojamos fácilmente
Cuando recién nos confesamos, toleramos actitudes y situaciones que, entendemos, no son personales y comprendemos que el otro está pasando por un mal momento. Pero, conforme pasa el tiempo, esa paciencia se agota y cuesta justificar al prójimo. Sentimos que la sangre hierve y explotamos a la menor provocación.
2Cedemos a la tentación
Cualquiera que esta sea, la tentación siempre está presente, nos rodea y espera a que nos descuidemos para atacar y hacernos tropezar. Cuando eso pasa, el foco rojo se enciende: ¡Urge volver a terreno seguro! nada mejor que una buena confesada para reforzarnos.
3No queremos orar ni ir a Misa
Nos empieza a invadir una pereza espiritual inexplicable. Si no somos asiduos a la oración, pues menos tendremos ganas de rezar. Y asistir a la santa Misa nos parece innecesario, ponemos pretextos para acudir, hasta que faltamos y caemos en cuenta de que fuimos vencidos.
4Tenemos pensamientos pesimistas
El panorama espiritual presenta nubes negras, nos cuesta ser optimistas, incluso nos inclinamos a pensar mal de los demás porque nada nos parece bien y le encontramos defectos a todos.
5Nos sentimos tristes
La tristeza se hace presente, y no sabemos exactamente por qué. Creemos que todos están en nuestra contra, que no aprecian lo que hacemos y que tal vez estaríamos mejor lejos de nuestra familia, amigos o compañeros de trabajo. No nos gusta nuestra apariencia y nuestra autoestima decae, a pesar de que sabemos que por ser hijos de Dios, hechos por Él, tenemos una dignidad invaluable.
Seguramente podemos agregar otros síntomas, pero si presentas alguno de estos, no lo pienses más y ve a confesarte, el Señor te recibirá con amor como al hijo pródigo:
"Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado". (Lc 15, 23-24).