Cualquiera que haya estado enamorado sabe que la persona amada se convierte en su centro de atención y que mueve todos los esquemas de su vida: se sueña con ella, se piensa en ella todo el día, se desea estar con ella y las horas son largas cuando se está lejos. En pocas palabras, esa persona vive en nosotros, y, para bien o para mal, nos afecta.
Es entonces cuando el enamoramiento se convierte en una afección, porque se puede decir que, incluso, se sufre por amor. De ahí que los celos no controlados se conviertan en dolor al imaginar que la persona amada pueda estar con alguien más. Y de la misma manera, no es exagerado decir que hay quien ha muerto por amor, pues es un hecho que muchos matrimonios que han vivido decenas de años juntos no sobreviven mucho tiempo después de que su pareja fallece.
El amor cristiano
Por eso podemos decir que el amor es una afección, pues se genera apego y, en los mejores casos, se convierte en un factor de motivación para alcanzar los objetivos diseñados en el plan de vida que se ha definido junto a la persona amada. Se quiere construir un futuro y hay esmero en mejorar en todos los aspectos para corresponder y ser digno del amor que nos inspira nuestra pareja.
De la misma manera, el amor a Cristo se asemeja al amor humano: comenzó con un primer acercamiento, quizá fue un encuentro casual, o se nos presentó en una ocasión especial o tal vez en la conversación con alguien, pero bastó para despertarnos la curiosidad por saber más de Él. Después buscamos la oportunidad para conocerlo más a fondo, y cada vez vamos descubriendo un Dios maravilloso que nos ama tanto que fue capaz de entregar su vida por nosotros, lo que tal vez nos parece insólito porque no nos valoramos de la manera en la que Él lo hace.
Y, al final, inevitablemente, caemos rendidos a sus pies. Pero es en este punto cuando más debemos cuidar este gran amor y cultivarlo, y en este caso, nunca será demasiado el apego que desarrollemos porque Él no nos abandonará ni nos fallará nunca. No habrá límites para amarlo porque Él nunca dejará de hacerlo, y entre más tiempo pasemos con Él, más nos iremos configurando con Él, hasta que logremos decir como San Pablo:
«Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Ga 2, 20).