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Viajero es el turista que colecciona impresiones; es el vagabundo que deambula sin rumbo; es el peregrino al que sólo le importa la meta. Porque se puede viajar y vivir como Ulises, que sorteó mil penalidades para volver a su casa, con su mujer, con su familia. Se puede también naufragar, como Robinson Crusoe. El modo, el fin, el contexto, las circunstancias modulan para cada uno la vida y el viaje (si es que, al final, no son lo mismo).
La historia de la vida de Willy Loman es, como toda vida humana, la historia de un continuo bregar y viajar. Él es un viajante, un Salesman, un vendedor: viaja, como todos; y su viaje tiene un objetivo muy definido: vender. Así nos pinta Arthur Miller (1915-2005) a este hombre que, con su trabajo, saca adelante a su mujer (Linda) y a sus dos hijos (Biff y Happy).
Si todo viaje y toda vida anuncian una odisea, una aventura, porque toda vida es un proyecto, un río que antes de dar al mar alberga vida y recorre terrenos a cuya fecundidad contribuye, Muerte de un viajante (Death of a Salesman, 1949) pone el acento en el acabarse, en la condición mortal.
Hay que ganarse la vida o, como dicen los clásicos primum vivere, deinde philosophari. Por eso, toda vida tiene un componente de sumisión a las fuerzas naturales: mientras viaja, para seguir viviendo y viajando, Ulises tiene que reponer agua y alimentos; Robinson tiene que cultivar y construir; y Willy Loman tiene que vender. Todos tenemos que ganarnos la vida pero Ulises entiende, igual que Robinson, que lograr el sustento es un puro medio para lo importante (philosophari). Willy, no; él entiende que el éxito en la vida consiste en vender y vender mucho. El viajante entiende que triunfar en la vida estriba en conseguir dinero, mucho dinero.
El dinero servirá para pagar la vivienda pero muy al principio de la obra el propio Willy entiende que algo falla en su enfoque: «Trabajas durante toda la vida para pagar una casa, y cuando por fin es tuya no queda nadie para vivir en ella».
Su estilo de vida le lleva a sentirse agotado, extenuado. Su enfoque vital le ha llevado a vivir en un ambiente familiar y profesional opresivo, angustioso. Aparte de su gran deseo por triunfar y ver triunfar a sus hijos, sólo es capaz de sentir ilusiones grandes por asuntos pequeños («Puso más cariño en ese porche que en todas las ventas que hizo. […] Sí, era un hombre feliz cuando preparaba el cemento»).
Siente que su planteamiento vital hace aguas, que no es feliz y ni siquiera logra triunfar en los negocios. Siente, por eso, que lo que está transmitiendo a sus hijos quizá no es lo mejor. Hablando con su hermano, le dice: «A veces temo no educar bien [a mis hijos]… Dime ¿cómo debería educarlos?».
La triste consecuencia es que se siente cansado. Y solo, muy «solo, terriblemente solo», sin «nadie con quien hablar». Hay momentos en los que se siente un fracasado, piensa que todo lo hace mal. Sus hijos, su ilusión, tampoco logran salir adelante. Es más, especialmente el mayor considera que la causa de su fracaso es precisamente el influjo de su padre: «¡Soy un don nadie, papá, lo mismo que tú».
El viajante no quiere viajar, quiere vender: ese es el fin y el criterio. Si hay ventas, la cosa (el viaje, la vida) va bien; si no, el esfuerzo agota y hunde al hombre que no ha alcanzado el éxito contante y sonante. Se desorienta y es, por tanto, incapaz de orientar a su familia. Su mujer lo expresa así: «no es más que un barquito en busca de puerto».
Willy fue un viajante. Se esforzó. Intentó alcanzar el éxito y poner a sus hijos en el mismo camino. Tuvo expectativas, ilusiones, sueños, «pero sus sueños estaban equivocados. Completamente equivocados».
Ulises, Robinson y tantos otros son viajeros, viven una vida auténtica; superan dificultades reales; su estructura es la ilusión, el proyecto. De Willy dice su hijo que «Nunca supo quién era»; por eso la vida del viajante y el viaje del negociante (si es que, al final no son lo mismo) tiene la estructura de un proyecto pero no de una ilusión.
Vivir ilusionado y viajar para realizar el proyecto que nace de ahí es muy distinto de ser un iluso. Willy y los que son como él no viven de la ilusión, porque no saben quiénes son y, por tanto, son unos ilusos.