Dulce María Loynaz es uno de los nombres propios de la poesía cubana. Empezó a escribir siendo una niña y en sus versos se coló uno de los puntales de su existencia, su fe católica. Abogada de profesión, poeta de corazón, la autora cubana llevó por todo el mundo el magnífico talento de su obra.
Recibió honores y condecoraciones y se ganó el cariño de todas las personas que conoció en los muchos viajes. En su Cuba natal vivió, sin embargo, un largo exilio interior.
Se llamaba María de las Mercedes Loynaz Muñoz y era una de los cuatro hijos del general del Ejército Libertador Enrique Loynaz y su esposa, María de las Mercedes Muñoz. Nació el 10 de diciembre de 1902 en La Habana y creció feliz en la casa familiar del barrio de El Vedado.
Ni ella ni sus hermanos acudieron al colegio, pero no por eso fueron niños iletrados. Los más rígidos y preparados tutores dieron a los cuatro hermanos una estricta educación. Además de la formación académica, Dulce María descubrió desde pequeña la pasión por la poesía, que empezó a cultivar en el ambiente culto de su hogar. En 1919, con dieciséis años, se decidió a publicar algunos de sus versos y lo hizo en el diario La Nación.
Terminados los estudios en casa, Dulce María ingresó en la Universidad de La Habana, donde se doctoró en derecho civil en 1927 y fue nombrada posteriormente Doctor Honoris Causa. A pesar de que nunca tuvo gran vocación como letrada, ejerció la abogacía hasta 1961, encargándose principalmente de asuntos familiares.
Su hogar fue también hogar de cultura, al que acudieron sus amigos, entre los que se encontraban figuras como Federico García Lorca, Gabriela Mistral o Juan Ramón Jiménez. Apasionada de la poesía de otras personalidades, Dulce María mantuvo relación epistolar con la poeta uruguaya Juana de Ibarbourou.
Años después, Dulce María empezó a publicar sus poemas y una novela: Jardín. Además de un libro de viajes, inició una serie de colaboraciones con cabeceras americanas y españolas. También escribió una autobiografía bajo el título Fe de vida.
Sus versos eran de muy distintos temas, incluso llegó a escribir un poema laudatorio al faraón egipcio Tutankamon, cuya figura la impresionó en un viaje a Egipto. Pero muchos de sus versos reflejaron su profunda fe en Dios.
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Conoce algunos versos de Dulce María Loynaz
Padre nuestro que estás en la tierra,
en la fuerte y hermosa tierra;
en la tierra buena:
Santificado sea el nombre tuyo
que nadie sabe; que en ninguna forma
se atrevió a pronunciar este silencio
pequeño y delicado...este
silencio que en el mundo
somos nosotras las rosas...
Venga también a nos, las pequeñitas
y dulces flores de la tierra,
el tu Reino prometido...
Hágase en nos tu voluntad, aunque ella
sea que nuestra vida sólo dure
lo que dura una tarde...
***
Señor que lo quisiste: ¿para qué habré nacido?
¿Quién me necesitaba, quién me había pedido?
¿Qué misión me confiaste?
Y ¿por qué me elegiste, yo, el inútil, el débil,
el cansado...? El triste.
[...]
Que hay un sentido oculto en la entraña de todo:
en la pluma, en la garra, en la espuma, en el lodo...
Que tu obra es perfecta: ¡Oh, Todopoderoso,
Dios Justiciero, Dios Sabio, Dios Amoroso!...
El Dios de los mediocres, los malos y los buenos...
En tu obra no hay nada ni de más ni de menos…
***
Amor es amar desde la raíz negra.
Amor es perdonar;
y lo que es más que perdonar,
es comprender…
Amor es apretarse a la cruz,
y clavarse a la cruz,
y morir y resucitar…
¡Amor es resucitar!
Exilio rodeada de fe y poesía
La revolución cubana que cambió la vida de tantas personas, obligó a la poeta a vivir un exilio interior. A pesar de que recibió múltiples propuestas de países como España o los Estados Unidos, se negó a dejar su patria. Su postura apolítica le permitió vivir relativamente tranquila, rodeada de su fe y su poesía.
La calidad y profundidad de sus versos le valieron el respeto de literatos e instituciones. En 1959 fue elegida miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua y recibió el Premio Nacional de Literatura.
En España, recibió la gran cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio, el título de dama de la Orden de Isabel la Católica y, el más prestigioso reconocimiento a las letras hispanas, el Premio Cervantes, en 1992.
Su obra, traducida a muchos idiomas, la mantiene viva.
A la Virgen María
Virgen María: A tu luna azul…
Yo iría
esta noche tan larga
a recoger un poco de luz…
Hoy tengo aquí un camino de tierra
dura, gris…
Pero aún me vuelvo en la indecisa hora
y pruebo a llamarte…
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