En el patio de mi casa, mi esposo derribó un árbol de limón para rediseñar nuestro jardín. Fue cosa de unos hachazos para cortar algunas de sus gruesas ramas, derribarlo, y luego quemar el resto del tronco, para finalmente cubrirlo de tierra. Dio así por sentado que el vegetal había pasado a la historia.
No fue así: a la primavera siguiente, en el lugar donde había estado el árbol, brotaban unas verdes ramitas que reconocí... ¡el árbol se había negado a morir!
Conmovidos, las comenzamos a regar y cuidar hasta que resurgió, para cubrirse de fragantes azares y verde fruta. El árbol quemado, bajo tierra, había conservado su principio de vida.
En mi trabajo profesional con matrimonios, este hecho me trajo reflexiones acerca de mi experiencia con algunos matrimonios que, como aquel tronco quemado, se encontraban tan dañados que todo parecía perdido. Sin embargo, pudieron resurgir y volver a dar frutos.
Cada uno de esos casos ha sido diferente, pero en su noche oscura, igual conservaron en su raíz su principio de vida: la unidad en el ser.
Una unidad que no consiste solo en "estar con el otro", compartiendo muchas cosas en común en actitud de amorosa donación, superando diferencias culturales, familiares, gustos y más...
En este estar con el otro, existe una cierta "justicia de equilibrio" lógica y necesaria, en la que, por error, hay quienes esperan que siempre se encuentre instalada, y por ello, todo sea coser y cantar en la vida matrimonial.
Mas no es así, y puede ser la quiebra del matrimonio.
Es por ello, que el creador dispuso un "además", que fue lo que conservó la raíz de aquel tronco quemado y raíces vulneradas.
Ese "además" es un principio de vida que consiste en la abnegación y el sacrificio, que entra en juego cuando el otro, en vez de compañía gratificante o ayuda necesaria, presenta carencias, defectos, limitaciones o hasta serias disfunciones de personalidad.
Ya no es "estar con el otro" sino "ser para el otro"
Un "además" que hace posible que un cónyuge no ame al otro como se ama a sí mismo, tal como puede amar a cualquier prójimo, sino con el amor de sí mismo, un sentimiento mucho más elevado que el estar con el otro en un equilibro de justicia, pues escala a la cima de "ser para el otro".
En esta forma de amor, el cónyuge no es un otro "externo" sino tan íntimo como yo conmigo mismo, en mi cuerpo, mi mente, mi alma, de forma que lo que le pasa al otro me pasa a mí, lo que siente el otro, lo siento yo, aun cuando conlleve una exigencia de abnegación y sacrificio.
Por eso el matrimonio es una relación de perfección, en la que el cónyuge ya no se ocupa de las cosas del otro, sino del otro en sí mismo, en un verdadero acogimiento íntimo.
Un acogimiento que se manifiesta en cuatro actitudes o predisposiciones constantes del que ama, y que actúan como las raíces del árbol de nuestro jardín, que conservaron su principio de vida:
Siempre seguiré amando, pase lo que pase, suceda lo que suceda, me sienta como me sienta, en lo personal, en lo económico, la salud, laboral, familiar....
Siempre escucharé más la voz de mi corazón, que, de mis razones, al dialogar sobre las desavenencias con mi conyugue.
Siempre encontraré los motivos para agradecer el amor de mi cónyuge, sin olvidar nunca que es una realidad.
Siempre pondré a Dios de por medio en mi relación, en cualquier circunstancia, lo mismo felices, que de prueba.
Un ser para el otro, configura un único nosotros, que es capaz de conservar el principio de vida de todo matrimonio, por el que puede siempre volver a la vida y producir de nuevo sus frutos.
Por Orfa Astorga de Lira.
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