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¿Quieres aprender a meditar? San Agustín tiene el secreto

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Matilde Latorre - publicado el 28/07/22
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El máximo pensador cristiano del primer milenio y uno de los más grandes genios de la humanidad puede convertirse en tu maestro de meditación. Te explicamos cómo

¿Estás buscando paz interior en medio de la angustia o la incertidumbre? Si crees que puedes encontrar la paz en la meditación, san Agustín de Hipona (354-430) puede convertirse en tu maestro.

Considerado el «Doctor de la Gracia» y el máximo pensador del cristianismo del primer milenio, Agustín, nacido en la actual Argelia, es considerado uno de los más grandes genios de la humanidad.

Para Agustín la meditación es un acto de amor a Dios, que se vive en cuatro momentos:

    Si estas expresiones te parecen extrañas, no te preocupes. Te llevamos de la mano de san Agustín en este recorrido para que tú también puedas descubrirlas y vivir la aventura interior de la meditación.

    1El momento del silencio 

    Para hacer meditación es indispensable, ante todo, crear silencio fuera y dentro de nosotros mismos. 

    El silencio fuera de nosotros mismos, el silencio exterior, es relativamente fácil: se trata sobre todo de crear las condiciones para no distraernos con el ruido, las imágenes, con todo lo que nos rodea.

    Ahora bien, el silencio exterior no es el más importante o el más difícil. Puedes hablar con el pensamiento y la imaginación, aunque tengas los labios cerrados. Puedes estar callado, con los ojos cerrados, y hablar, correr, con tu imaginación galopante. 

    Al concluir uno de sus libros más sorprendentes, La Trinidad, Agustín pide a Dios la gracia de liberarse del ruido interior de sus pensamientos con estas palabras: «Líbrame, Dios mío, de la muchedumbre de palabras que padezco en mi interior, en mi alma». 

    Reflexiona: «Cuando callan mis labios, no guardan mis pensamientos silencio». «Son pensamientos humanos, pues vanos son. Otórgame la gracia de no consentir en ellos, sino haz que pueda rechazarlos cuando siento su caricia; nunca permitas que me detenga adormecido en sus halagos. Que jamás ejerzan sobre mí su poderío» (La Trinidad, libro XV, capítulo 28).

    Agustín sentía la necesidad de liberarse del ruido interior para poder unirse íntimamente con Dios. Si en nosotros este deseo de silencio es débil, nuestra meditación sería débil. 

    El silencio que cuenta, por tanto, es el silencio interior: el silencio de los pensamientos inútiles, el silencio de la imaginación desenfrenada, el silencio de los sentimientos y resentimientos que perturban la paz del espíritu y la convierten, a menudo, en un mar tempestuoso, incluso cuando tenemos la boca cerrada.

    En el fondo, el silencio no es otra cosa que ver lo que nos rodea, las personas, las criaturas, con los ojos de Dios. 

    Ese silencio nos permitirá dirigirnos a Dios para decirle: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando; y deforme como era, me lanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz» (Las Confesiones, libro 10, capítulo 27).

    2El momento de la presencia

    Después del momento de silencio, viene otro momento aún más importante, el «momento de la presencia». 

    Es el momento en que reconocemos y experimentamos íntimamente la presencia de Dios en nosotros y nuestra presencia en Dios. 

    Dios está presente en mí, «dentro de mí», es «más íntimo que lo más íntimo de mí y más elevado que lo más elevado de mí» (Las Confesiones, libro 3, capítulo 6,).

    Dios, que está en todas partes, está en nosotros. Esta presencia, habita en «el alma del hombre, alma racional e intelectiva», «injertada inmortalmente en su inmortalidad» (La Trinidad, libro 14, capítulo 4, 6). 

    El pecado puede ofuscar en el alma la presencia de Dios, oscurecerla, deslucirla, olvidarla, pero no puede destruirla. 

    La presencia de Dios, en cambio, ilumina el alma, la hace florecer de nuevo, la reforma, la renueva, la cura, la restaura, la libera, la salva. 

    Nuestra meditación tiene por objetivo contemplar el amor de Dios, su presencia, su Gracia: la Gracia que nos santifica, que nos hace amigos de Dios, partícipes de la vida divina, miembros del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. 

    Vive el momento de la presencia de Dios en tu alma, en tu meditación. Disfruta de la preciosidad de este momento.  

    Ahora podrás comprender las palabras de Agustín: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Las Confesiones, libro 1, capítulo 1,1).

    3El momento de la confrontación

    Una vez que nos hemos sorprendido ante el amor de Dios, que hemos experimentado su presencia, podemos pasar al tercer momento de la meditación, el «momento de confrontación». 

    Hablamos de la confrontación con Cristo: Él es el ejemplo de nuestro amor, de las virtudes que queremos alcanzar para parecernos más a Él. 

    Sea cual sea el tema que hayas elegido para tu meditación, puedes relacionarlo con Jesús: 

      Cualquiera que sea el tema que tomes para meditar, puede llevarte espontáneamente a confrontarte con Cristo, a compararte con Él.  De este modo, percibirás inmediatamente las distorsiones que hay en ti, aquello que te aleja de Él. 

      La meditación para Agustín no es algo técnico: no busca asumir un sistema de reglas éticas. La meditación, que nace del amor a Cristo y de su presencia, lleva a quien medita a asemejarse cada vez más a Él, a amarle cada vez más con su vida, encontrando así el sentido de la propia existencia. 

      Así puedes comprender la famosa frase de san Agustín: «Ama y haz lo que quieras».  Si tu referencia es el amor a Cristo, Él es tu criterio. 

      4Momento de elevación

      Después de la confrontación, llega el cuarto momento, el «momento de la elevación», es decir, el momento de la manifestación de nuestro afecto y elevación a Dios. En pocas palabras, la alabanza.

      En cierto sentido, podría decirse que esta fase conclusiva de la meditación nos permite vivir un momento de Cielo en la Tierra.

      ¿Qué es el Cielo?, se pregunta Agustín. «Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos» (La Ciudad de Dios capítulo 22, libro 30, 5)

      En pocas palabras, describe el programa de la vida eterna. La meditación nos ayuda a prepararnos, a acostumbrarnos para esa vida.

      La alabanza y el agradecimiento pueden florecer en nuestras almas y brotar de nuestros corazones, incluso cuando las cosas van mal. Dar las gracias a Dios cuando todo va bien es muy fácil, pero dar las gracias a Dios cuando todo va mal es difícil, pero precisamente por eso es más hermoso, más grande, más meritorio. 

      Cristo alabó al Padre incluso en los momentos más terribles de su pasión. 

      Vuelve a leer el Evangelio: la alabanza y el agradecimiento al Padre están siempre en la boca de Jesús y en su corazón. 

      Su alegría consistía en hacer la voluntad del Padre, dar su vida por la redención de la humanidad y recuperarla porque este era el mandato que el Padre le había dado: en este mandato estaba su alegría.

      Conclusión 

      Como puedes ver, la meditación cristiana no consiste en discurrir, hacer elevados raciocinios. La meditación es contemplación y la contemplación del Amor representa la cumbre de la vida espiritual. 

      En conclusión: los cuatro momentos de la meditación te permitirán vivir un momento de Cielo en la Tierra. 

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