Los relatos de Pascua, aquellos que describen los hechos inmediatamente posteriores a la resurrección de Jesús, hablan a menudo de desilusión, de miedo, de puertas cerradas.
El riesgo, por tanto, de quedarnos decepcionados, quietos y encerrados en nuestro interior está siempre al acecho. Especialmente en aquellos momentos de la vida en los que somos incapaces de comprender lo que sucede, en situaciones en las que las circunstancias cambian o cuando nos encontramos ante hechos que nos parecen más grandes que nosotros.
No es de extrañar que la intervención de Jesús resucitado vaya precisamente en la dirección de reiniciar las vidas que corren el riesgo de quedar atrapadas bajo el peso de la incomprensión.
Para avanzar, necesitamos releer y reconciliarnos con el pasado.
Despedida necesaria
El episodio de la ascensión de Jesús al cielo es un momento de despedida, necesario para poder partir de nuevo.
No en vano, este evento no es solo el final de los Evangelios, sino también el comienzo de los Hechos de los Apóstoles.
Es un acontecimiento que nos permite despedirnos de lo sucedido y volver a empezar.
A veces nosotros también somos incapaces de recomenzar en la vida porque nos quedamos apegados a lo que ha pasado. Corremos el riesgo de hacer como si todo estuviera bien sin pasar la página.
Estos versículos están atravesados por verbos de movimiento: Jesús nos invita a ir, y al final los discípulos aceptan la invitación de Jesús: van y predican. Se produce un cambio en su vida y se ponen en marcha.
Para empezar de nuevo, es necesario reconocer que las cosas han cambiado.
A veces este es el mayor esfuerzo: las cosas nunca permanecen iguales para siempre, hay algo nuevo en lo que debemos ingresar de vez en cuando.
Jesús siempre acompañará
Pero junto al cambio hay también una promesa: después de la ascensión, cuando los discípulos piensan que deben afrontar solos los acontecimientos del mundo, el Señor actúa con ellos. Es cierto, el contexto es diferente, pero Jesús no los abandona.
Jesús envía a sus discípulos al mundo. Él sabe que será difícil, y, sin embargo, si permanecen unidos al Él, podrán expulsar demonios, es decir, las tentaciones, las amenazas, las envidias, los intentos de división.
Esos demonios que actúan desde fuera y desde dentro.
Además, podrán hablar diferentes idiomas, comunicarse donde parece imposible, adentrarse en contextos desconocidos, habitar culturas que parecen lejanas.
Tomarán serpientes en sus manos, sabrán manejar la malicia y la calumnia, no serán tocados por el veneno que los enemigos introducirán en su vida y en la de la comunidad.
Sanarán a los enfermos, traerán consuelo, sanarán las heridas de un mundo desgarrado por el odio y el egoísmo.
La dinámica del don de Dios
Como la lluvia y la nieve, así el Hijo descendió del cielo y fecundó a la humanidad con su Palabra. Ahora vuelve al lugar de donde vino. Esta es la dinámica de todo verdadero don que viene del Padre.
Jesús es el don por excelencia, la misericordia que recorre nuestra vida. Como cualquier regalo de lo alto, Jesús no puede ser retenido.
Mirando a Jesús que vuelve al Padre, estamos invitados a repensar la dinámica de toda nuestra vida: acoger lo que nos viene de Dios y vivir la disposición a dejarlo ir, porque nada nos pertenece jamás.