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Una obra de misericordia inmensa es dedicar una oración por las almas del purgatorio, uno de los estados del alma que el Catecismo de la Iglesia católica menciona como los novísimos (en realidad, se ha olvidado un tanto este término), y que encontramos de la siguiente manera:
Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados.
La religiosa benedictina santa Gertrudis (1256-1302), cuyo día se celebra el 16 de noviembre, fue confiada a la edad de cinco años al monasterio de Helfa cerca de Eisleben (Sajonia).
Famosa por su gran piedad, esta mística tuvo una visión de Cristo en la que le enseñó una oración que permitía liberar mil almas del purgatorio cada vez que se rezara con amor:
Padre eterno, yo Te ofrezco la Preciosísima Sangre de tu Divino Hijo Jesús,
en unión con las Misas celebradas hoy día a través del mundo entero,
por todas las benditas ánimas del Purgatorio, por todos los pecadores del mundo,
por los pecadores en la Iglesia universal, por aquellos en propia casa y dentro de mi familia.
“Cada vez que liberas un alma del purgatorio, haces un acto que me complace, que no sería más grande si me hubieras salvado del sufrimiento”, le habría dicho el Señor a la santa.
“A su debido tiempo, recompensaré a mis liberadores según la abundancia de mis riquezas. Los fieles liberarán un alma con más rapidez si sus oraciones se dicen con más o menos fervor y también según los méritos que cada uno haya adquirido durante su vida”.