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En esta Pascua quiero pensar en san José, el padre de Jesús. José es un hombre justo. Porque justo es el hombre que cumple la ley y obedece a Dios en todos sus pasos.
El hombre justo es honrado, odia la mentira, piensa antes lo que ha de responder, hace lo que es justo y recto.
Elige la verdad por encima de la mentira. Opta por el amor dejando a un lado el odio. Así era el hombre que Dios eligió para María.
Y de él aprendería Jesús tantas cosas, en primer lugar esa justicia. Dicen de Jesús:
José era como Jesús y Jesús como José. Se asemejan en su justicia, en su honestidad, en su verdad.
Jesús era Dios. Y José era sólo un hombre, un hijo de Dios. La justicia se hace carne en el padre y en el hijo.
Los dos hacen de la voluntad del Padre su alimento diario. Sólo descansan cuando entienden lo que Dios les pide y lo llevan a la práctica.
José tal vez no había escuchado la voz de Dios por un ángel hasta que se encontró con María. Simplemente conocía a Dios y lo amaba.
Y por eso lo amaba a él María. Porque en José había una verdad, una sinceridad y una hondura que habían sido creadas sólo para Ella.
Por eso lo ama tanto. Lo ama como una niña que ha visto al Ángel de Dios y ha conocido su camino.
Lo ama como el hombre que Dios le da para vivir la justicia de Dios en su propia vida. ¿Y cuál es la justicia de Dios sino la salvación de todos los hombres?
Dios ama a María y ama a ese hombre justo, José, que se convierte en esposo y padre de Jesús.
Pienso que el amor de María sostenía a José en medio de sus dudas.
En medio de sus luchas interiores encontró su paz en Dios, en el ángel de Dios que venía a hablarle en sueños.
Y seguramente en su vida se preguntaría muchas veces: ¿Por qué Dios permite ahora otro camino cuando todo antes parecía tan claro? Comenta el papa Francisco en Patris Cordis:
Es difícil de entender la vida. No todo está tan claro. Así comienzan las luchas en su corazón.
¿Cuántas veces lucho yo en mi interior buscando el querer de Dios? Es la lucha continua entre el bien y el mal en mi alma.
Siempre puedo elegir la llamada de Dios a seguirle, o la del demonio a adorarle. Es esa lucha que sufro en mi intento por hacer lo que me lleva a la felicidad.
Sólo tengo que vencer la tentación que tanto me seduce. En esa lucha que sufro por ser fiel al querer de Dios siempre en mi vida, a veces es tan sutil la diferencia entre un camino y otro...
¿Estaré eligiendo el correcto, el camino justo, el de la verdad, el que me llevará a la plenitud?
Quisiera tener un corazón tan justo y bueno en medio de estas luchas humanas que vivo. En medio de esas noches cuando nada parece tan seguro.
Como en los días de la primera Semana Santa cuando se tomaron decisiones justas e injustas.
Esas noches las he sufrido yo, como tantos otros, en algún momento cuando no entiendo nada.
Como lo vivió José cuando pensó en repudiar a María en secreto. Llegó al límite y se abandonó en Dios y el Ángel vino a calmar sus miedos.
El ángel podría haber aparecido antes para evitar tanto sufrimiento y tantas dudas. Hubiera evitado Dios su lucha, su angustia, su ansia de respuestas.
Pero Dios calla muchas veces, como en la Semana Santa y me deja luchar, me deja enfrentarme conmigo mismo.
Yo entonces grito, me ahogo y creo que he llegado al final de mis fuerzas. Como esa noche en el huerto cuando Jesús parecía perdido. O esa otra noche mucho tiempo antes, la de José.
Y es que Dios no evita la angustia, no evita la lucha, no evita el huerto en mi vida, ni la oscuridad. Como no lo hizo con José ni con Jesús.
Dios permanece escondido, oculto, mirando, eso sí, con mucha ternura. Mirando a su propio hijo.
Mirando a José el justo. Mirándome a mí y en medio de la lucha me siento solo, como José, como Jesús.
Y seguramente esa lucha me deje herido y al mismo tiempo me salve. Toco en lo más hondo del alma mi dolor y me enfrento con mi verdad, con la justicia. Y me siento vencido en mi fortaleza, debilitado en mi poder.
Pero sé que esa lucha es la que cambió la vida de José para siempre. Y en el huerto cambió la vida de Jesús. Y en mis noches cambia mi propia vida.
Porque entonces Dios abre el corazón a fuerza de golpes. Deja que surja una grieta, un espacio interior, un hueco en el cielo, por el que Dios puede caminar y dejar su aliento dentro de mí.
En esa lucha interior, la de José, la de Jesús, la de tantos, la mía, siento que lucho con Dios a solas y herido.
Y al final encuentro un abrazo. Siento una mano que me sana por dentro y me levanta.
Dios pronuncia mi nombre.
Y entonces la justicia de mis pasos parece más clara. He elegido en el dolor, como José lo hizo, el hombre justo. Y se han impuesto la vida, el amor, la verdad.
Me gusta mirar a José y ver a Dios en su mirada, en su interior, en su corazón bueno de hombre justo, de esposo fiel, de padre misericordioso.