Hay padres que se proyectan tanto en sus hijos, lo quieren tan perfecto, que harán todo lo que esté en sus manos para alcanzar el objetivo.
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Educar a los hijos es un arte, no una ciencia exacta. Y hay padres, de ascendencia autoritaria, que en este mundo de éxito y fracaso no quieren que su hijo se pierda por el camino.
Han hecho una inversión, lo cuidan, lo alimentan, le llevan a un buen colegio y finalmente lo esperan todo de él (o de ella). Se proyectan tanto en sus hijos, lo quieren tan perfecto, que harán todo lo que esté en sus manos para alcanzar el objetivo.
En Estados Unidos se ve muy claro que el objetivo puede ser que el hijo, la hija, ingrese en la mejor universidad de la Ivy League. (Por Ivy League se entienden el conjunto de las ocho mejores universidades privadas del noreste de los Estados Unidos: Harvard, Yale, Columbia, Princeton, etc.).
En España puede que el desiderátum es que el hijo sea diplomático, qué sé yo, en París. O abogado del estado. Quizás empresario capaz de continuar la obra del abuelo, del padre sin desmerecer.
O simplemente son unos padres maniáticos, pesados, perfeccionistas y/o asustadizos. Ejemplos hay muchos y en todos ellos se cuenta poco con la libertad del propio hijo.
Entonces se pone en marcha el entrenamiento del niño perfecto, deseado y proyectado. Y hay que cuidarlo. Pero pronto el agobio se convierte en control, en dominio, en incapacidad de ver al niño en su condición de persona libre.
Ya no se ve a la persona: solo se ven todas las proyecciones de los padres. ¡Que lo haga todo bien! Que no se equivoque.
Padre híper-controladores e híper-protectores
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En eso se convierten. Padres que lo prevén todo, todo lo organizan. Le amonestan y, sobre todo, como no tienen paciencia, acaban haciendo las cosas por él. Acaban resolviendo los problemas al propio hijo.
No le dejan prosperar, ni crecer, ni liberarse de la tutela de los padres. Que nos sufra. En el colegio se ven a unos niños parados, apocados y los primeros resultados no son las mejores notas.
Recuerdo un niño al que le llevaban al colegio, sobre las once, un bocadillo calentito de tortilla recién hecha. Los maestros los perciben en el minuto uno. No tienen iniciativa, están como pasmados.
Y a veces en su fragilidad pueden ser objeto de acoso pues los tiburones (bullers) huelen la sangre (niños raros) a la primera.
Del padre híper-controlador al padre con autoridad
¿Qué hay que hacer? Pues empujarle, incentivarle, subrayar que el niño tiene una preciosa autonomía que ya puede empezar a desarrollar cuando comienza a caminar. No se trata de abandonarle. Se trata de capacitarle con respeto.
Que se sienta competente es lo idóneo. Los padres ponen los mimbres y el niño hace el cesto. Le dan la caña y le enseñan a pescar.
Lo de darle el pescado directamente es contraproducente. Si lo que quieren es que sea un hombre o una mujer de éxito lo que conseguirán es un ser dependiente, anquilosado, estancado. Hay que empujarle y proporcionarle el andamiaje respetuosamente.
Y sacar el andamio cuando el niño de pruebas de que se espabila. Con ternura hay que decirle: adelante, eres capaz, los sabes hacer. Y si se equivoca no hay que desesperar. Se le recoge del suelo y otra vez a empezar.
Hay padres que no dejan que su hijo se equivoque
Centrémonos en una de las características de los padres híper-protectores: Son progenitores que temen el error de los hijos. Se adelantan al error y lo impiden. Y, frecuentemente, ante el posible error de su hijo se llevan las manos a la cabeza y se preguntan: “Qué hemos hecho mal para que nuestros hijos se equivoquen”.
Habría que contestarles: “Tu hijo debe equivocarse, debe meter la pata. De los errores se aprende. Equivocarse es crecer”. Sin embargo, a estos padres este lenguaje les resulta incomprensible.
Están ansiosos, preocupados. No les pido que sean unos padres permisivos (o laissez faire) como se dice en muchos idiomas. Padres despreocupados que empujan a sus hijos sin calcular riesgos reales. O simplemente padres que dejan a sus hijos hacer lo que les gusta sin más.
No: hay que estar ahí pare poner el motor en marcha. Y si el motor se cala volver a empezar. Y si se le pincha una rueda explicarles cómo se cambia una rueda. Hablo metafóricamente.
¿Qué es educar?
Enseñar a un hijo es prepararle para los resbalones con el objetivo de que de estos errores extraigan enseñanzas.
- La primera es no desmontarse. La primera es tener una buena tolerancia ante la frustración.
- La segunda es levantarse.
- La tercera es, como padres, aceptar ese traspiés y capacitarlo para empezar de nuevo.
- La cuarta es generar en el hijo la determinación de luchar por los objetivos planeados con antelación.
En el mundo de la psicología y de la educación a este proceso se le denomina el aprendizaje de la autorregulación, en este caso ante los fallos. Ser capaz de motivarse a uno mismo sin que se le tenga que sustituir. Conseguir que el hijo se gobierne a sí mismo a pesar de todos los pesares. Eso es educar para la vida.
Y además la psicología señala que estos niños, chicos, adolescentes y hombres son los que mejor se encarrilan en la vida: buenos estudios, trabajo, ingresos, estabilidad matrimonial o de pareja, ausencia de la comisión de delitos, buena salud ligada a buenas dietas (o a la ausencia del consumo de sustancias)
Tienen que ganarse la libertad de equivocarse
El Señor es así con nosotros. Nos ha dado una gran libertad. Nos ama, pero no quiere marionetas ni esclavos. Quiere el Señor hijos que aprendan a elegirle a Él. Pero nuestra naturaleza es frágil, y nos equivocamos, y pecamos.
Entonces el Señor nos perdona si somos humildes y capaces de aceptar nuestra caída y a la vez somos capaces de regresar a Él por nuestros propios pies. Él no nos tirará de las orejas hasta el sacramento de la reconciliación. Iremos nosotros libremente.
Y para ello hemos lograr no solo alcanzar su perdón sino también entender que somos muy poca cosa, pero con un gran deseo de amarle. Es decir: hemos de perdonarnos a nosotros mismos para seguirle.
Y ahí hay un aprendizaje que se aparta del perfeccionismo y se acerca a la habilidad para volver a empezar. Eso es una sabiduría. Algunos padres, mutatis mutandi (cambiando lo que haya que cambiar) deberían aprender a llevar a sus hijos como el Padre nos lleva a nosotros, de la mano, pero sin coacción.
Una frase de Gandhi, muy anclado en la verdadera naturaleza del ser humano, nos puede ayudar en este artículo:
No vale la pena tener libertad si no comporta la libertad para errar o incluso para pecar…”