Docilidad y libertad para que las leyes religiosas sean un camino para fortalecer a Cristo en tu interiorMe cuesta adaptarme a las normas que me imponen. De forma especial cuando esas normas me constriñen, limitan o acorralan. Bloquean mi deseo de hacer lo que yo quiero y calmar todas mis ansias.
La norma me obliga. El precepto me exige. Jesús también se sometió a la ley: fue presentado en el templo 40 días después de su nacimiento. Jesús y sus padres se someten a la ley.
Dios sometido a la ley de los hombres, a la ley inspirada por Dios en el pueblo de Israel. Dios hecho carne en su pueblo, de acuerdo con sus leyes.
No acabo de acostumbrarme a este Dios tan dócil. No sé por qué me atraen los dioses poderosos que imponen su ley y su poder.
Me rebelo ante un Dios aparentemente débil, incapaz de hacerse valer ante el poder del hombre. Un Dios encadenado a sus normas. Y a mí que me cuesta tanto someterme a las normas…
María Inmaculada no necesitaba ser purificada. Pero cumple la norma. El primer hijo se entrega como ofrenda. Y María queda purificada después del parto.
El hijo es ofrecido al mismo Dios. No deja de tener un profundo sentido. El hijo de las entrañas de María, su hijo santo, ya le pertenecía a Dios desde antes de nacer. Ahora sólo cumple con la ley y lo devuelve.
Jesús es Dios, es hombre, es hijo de Dios, es la ofrenda perfecta. Es el primogénito que ha de salvar al mismo hombre.
Es ofrecido en el Templo. Dios hecho carne ofrecido al mismo Dios. En ese templo donde reposaba el arca del Altísimo. Allí donde los hombres dejan sus ofrendas, sus vidas entregadas, a los pies de Dios.
Allí también José y María ofrecen sin entender todo lo que escuchan. Ofrecen al hijo que no les pertenecen. Obedecen la ley y en ella obedecen a Dios. Pero me da miedo que me pase lo que decía el padre José Kentenich:
“Como varones y sacerdotes católicos vemos y experimentamos a Dios demasiado unilateralmente como ley, legislador o idea. Y soy el primero en incluirme en este grupo. A mí, por lo menos, me ocurre así. Sólo Dios sabe cuánto hace que estoy luchando por ver y experimentar a Dios realmente como padre, como persona, y no sólo como mera idea. Comprendo muy bien a aquel que me dice que nunca se siente junto a Dios, pero que tiene pensamientos religiosos”[1].
No es lo mismo ser creyente y seguir a Jesús que cumplir sus leyes, su voluntad, sus deseos. El amor es el que me lleva a la obediencia.
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Y si es el miedo el que me impulsa a obedecer no seré realmente feliz, ni pleno. No tendré paz. El miedo es un mal consejero.
Quiero experimentar a Dios en mi alma para que mi fe sea personal y mueva mi vida. Quiero que Jesús crezca en mi corazón como Él fue creciendo en su infancia.
Quiero que Él crezca en mi interior y que las normas que sigo sólo sean el camino que permitan que Él se haga fuerte en mi interior.
Leía el otro día: “Existe la ley de vida: todo espíritu finito o cree en Dios o cree en un ídolo o fetiche”[2]. Si no creo en Dios, acabaré creyendo en los ídolos.
Pienso en todas las normas que cumplo en mi vida. Esas normas que me impone el mundo. Las que Dios ha sembrado en mi alma. Las que yo mismo me impongo. Me da miedo no vivirlas con libertad y alegría.
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Tengo el deseo de niño de incumplir algunas. Saltarme aquellas que más me incomodan y molestan. ¿Qué quiere Dios que haga? ¿Qué se esconde detrás de la ley que obedezco?
Lo único que deseo es que Jesús crezca en mi interior y yo crezca así en sabiduría, en libertad interior, en verdad.
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No quiero olvidarme del amor de Dios. Es ese amor el que me levanta y purifica. Hace que mi vida brille y tenga paz.
No me habla sólo en normas y preceptos. Va más allá del cumplimiento de la ley. No me pide un mínimo. Me lo pide todo.
La única ley que supera a todas es la del amor. Es la ley en la que no cabe otra respuesta que dar toda la vida. Es lo que hizo Jesús siempre. Renuncia a su propio deseo por amor a Dios. Me conmueve esa actitud que va más allá de lo exigido.
Jesús nace en mi alma cuando la norma del amor se impone por encima de otras normas. Quiero que el alma se aferre a Jesús. Él es el sentido de mi vida.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios. La infancia espiritual
[2] Chronik Notizen 1955, 433.