Muchas de nuestras relaciones se convierten en visitas de cortesía… ¿Acaso la gratuidad no es mucho mejor que la reciprocidad?
Pasamos nuestras vidas como equilibristas suspendidos en el vacío con la ansiedad de poder caer. Concentrando todas nuestras energías en mantener el equilibrio.
Intentamos no balancearnos hacia el lado equivocado, nos equilibramos con compromisos y nos convertimos en expertos diplomáticos, prestando muchísima atención en no tomar posiciones que nos comprometan.
Perdemos la mayor parte de nuestro tiempo evaluando la reciprocidad de los comportamientos de otras personas hacia nosotros.
Muchas de nuestras relaciones se convierten en visitas de cortesía, donde tratamos los asuntos de forma sutil, permaneciendo listos para evaluar si lo gastado, realmente vale la pena.
Los equilibristas son generalmente hombres de reciprocidad. Han hecho de la reciprocidad un valor fundamental de su cultura, educación y buenos modales.
Pero la reciprocidad no es un concepto evangélico. Jesús nos invita a salir de estas dinámicas de doble entrada, de esta mentalidad contable, en la que mi respuesta siempre se mide en lo que recibí del otro.
Mantenerse en el nivel de reciprocidad significa permanecer en una lógica totalmente humana, excluyendo el camino que nos muestra Jesús.
A menudo convertimos a la reciprocidad en el sustituto del amor.
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Y esto en la doble vía: nos enfrentamos constantemente a la alternativa de devolver el mal a quienes nos lastiman, de caer en el juego de los que nos golpean con sus juicios, de aquellos que nos arrebatan nuestra dignidad, de aquellos que nos quitan la vida sin nuestro permiso.
O nos enfrentamos a la alternativa de dar solo cuando recibimos, de medir nuestra entrega de acuerdo a lo que los demás hacen por nosotros o de tratar solo con las personas que encajan en nuestro modo cómodo de relacionarnos.
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Pero el amor es muy distinto a la reciprocidad. El amor es concreto e involucra todo nuestro ser: nuestras manos, nuestra mente, nuestro corazón y nuestro espíritu.
“Si te callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; que dentro de ti esté la raíz del amor, ya que de esta raíz no puede proceder sino el bien” (S. Agustín).
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Seremos dignos de gratitud cuando hayamos desechado el doble juego, cuando tengamos la libertad de perder el equilibrio y caer, cuando ya no esperemos respuestas adecuadas del otro a lo que hemos invertido, cuando antes de respetar nuestros derechos, nos comprometamos a cumplir con nuestro deber.
Si dejamos la dinámica de la reciprocidad seremos los primeros en beneficiarnos de ella. De hecho, somos nosotros los que nos exponemos al juicio, a la condena y a la acusación cuando aceptamos entrar en estas dinámicas:
“No juzgues y no serás juzgado; no condenes y no serás condenado; perdona y serás perdonado“(Lc 6,37-38).
Si el camino nos lleva a parecernos a Jesús, entonces es un camino que podemos recorrer solo si caemos de la cuerda, solo si nos arriesgamos al amor (aunque la caída duela), solo si nos “excedemos”.
De hecho, la misericordia de Dios se excede y no entiende de reciprocidades.
Obviamente, este estilo de amor no es fácil y la mayoría de las veces no nos brota naturalmente. Nos excede y nos embarca diariamente en una fuerte lucha. Cuando te sea difícil recuerda que el amor primero lo recibiste de otro y permite que este pase a través tuyo.
Dios no razona contigo en términos de reciprocidad, Dios razona contigo en términos de gratuidad incondicional.