“El sudor le cubría por completo en el momento en que recibió a Nuestro Señor”, recuerda el sacerdote que le dio la Primera Comunión
“Hemos perdido a un hombre, un gran hombre de fuerza única, un hombre de coraje y convicción”, escribió el arzobispo de Westminster el 18 de junio de 1936 en el G.K’s Weekly, diario que G. K. Chesterton editaba junto a su colaborador y amigo Hilaire Belloc. 81 años se cumplieron este 14 de junio de la muerte del gran Chesterton, y 81 años se cumplen ya de aquellas poderosas palabras.
El británico Gilbert Keith Chesterton (1874–1936) fue, sin duda alguna, uno de los más polifacéticos y prolíficos autores de comienzos del siglo XX.
Se le puede mirar desde ópticas muy variadas: como periodista, ensayista, escritor de relatos policíacos y de novela, converso al catolicismo y apologeta, pensador de la economía, crítico literario, etc.
No cabe duda de que la obra y la vida de Chesterton son, definitivamente, inabarcables. Aunque lo cierto es que, con bastante asiduidad, se ha prestado especial atención a dos aspectos, ciertamente fundamentales, del genial escritor inglés: su obra y su pensamiento.
Su desarrollo vital, los acontecimientos que le sucedieron y lo marcaron, parecían demasiado insignificantes frente a la labor intelectual que desarrolló. Pero la vida de Chesterton fue un camino en constante vaivén y movimiento, como la de muchos hijos del imperio británico de la época victoriana.
Sin duda, fue su camino, o, mejor dicho, su aventura espiritual la que marcó definitivamente su existencia:
“Cuando el joven Gilbert conoció al padre O’Connor, no pudo imaginar que veinte años más tarde se confesaría con el sacerdote para ser recibido en la Iglesia católica. Semejante posibilidad le hubiera parecido –reconoce– más improbable que llegar a ser «misionero mormón en las Islas Caníbal». Sin embargo, sucedió justamente lo más improbable”.
Así es como José Ramón Ayllón describe, en El hombre que fue Chesterton (Palabra, 2017), la incipiente amistad que por entonces un “joven Gilbert” entablaba con un sacerdote católico, el padre O’Connor.
Sin duda, el amor de y hacia su mujer, Frances, y la amistad con otros grandes personajes del pensamiento británico de su tiempo, como Ronald Knox o el autor de origen francés Hilaire Belloc, fueron factores con un peso determinante en el acercamiento de Chesterton a Dios, primero, y a la Iglesia católica después.
Pero si hubo una influencia que terminó por “inclinar la balanza hacia Roma”, en palabras de Ayllón, esa fue la del padre O’Connor: a los cuatro días de presentarse el sacerdote en la casa de Chesterton, éste fue recibido en la Iglesia católica.
Merece la pena hacerse eco de las palabras del sacerdote que dio la Primera Comunión a Chesterton, palabras que recoge José Ramón Ayllón en su libro:
“La mañana de su Primera Comunión era plenamente consciente de la inmensidad de la Presencia Real, porque el sudor le cubría por completo en el momento en que recibió a Nuestro Señor. Cuando le felicité me dijo: Ha sido la hora más feliz de mi vida”.
En la vida de Chesterton, y no sólo a través de su obra, encontramos a un hombre cuya sabiduría pasa por la primera y principal acción cristiana: la humildad, hacerse pequeño para entender lo grande.
Actualmente, en que la Primera Comunión podría pasar para los niños (y sobre todo para los padres) como un mero rito de paso al más puro estilo de recibir la toga virilis y dejar la toga praetexta por la que los niños romanos se convertían en hombres, tenemos mucho que aprender de este sabio contemporáneo que, siendo un reputadísimo escritor a escala nacional decidió realizar el descenso de convertirse en niño de nuevo, no por incredulidad o inexperiencia, sino por la confiada sencillez que caracteriza a los niños, además de un eterno asombro que aleja la rutina y el aburrimiento de las más bellas y grandes verdades.
En definitiva, El hombre que fue Chesterton (Palabra, 2017), de José Ramón Ayllón, nos muestra la esperanzadora historia de un hombre que, como él mismo describiría en su obra El hombre eterno, habría de alejarse mucho de su casa para darse cuenta de que la colina en la que ésta se emplazaba tenía forma de gigante, pero sólo se había dado cuenta al alejarse lo suficiente y mirar con necesaria perspectiva.
Puede que nosotros no necesitemos alejarnos, lo que es para dar gracias, pero, sin duda, sí que hemos de asombrarnos y ser como niños cada día, como lo fue G. K. Chesterton.
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Por Antonio Miguel Jiménez Serrano