No vale de nada ese silencio sagrado que rompo con ira al poco tiempo
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A veces los muros del rencor parecen infranqueables. Las heridas guardadas en el alma duelen y en ocasiones supuran. Cuando menos lo espero salto. Por cualquier cosa. Sangro por la herida. Las palabras nunca dichas me pesan dentro. Las ofensas no reconocidas siguen haciéndome daño. Voy acumulando rencores no perdonados.
Decía la Madre Teresa: “El perdón es una decisión, no un sentimiento porque cuando perdonamos no sentimos más ofensa, no sentimos más rencor. Perdona, que perdonando tendrás en paz tu alma y la tendrá el que te ofendió”.
Necesito aprender a perdonar, a los hombres, a Dios, a mí mismo. ¡Cuánto me cuesta dar el paso! Pero sé que no quiero vivir guardando palabras hirientes. Me voy secando en mi dolor, atrapado en mis muros infranqueables.
Escucho hablar de muchas heridas antiguas. Yo mismo cargo en mi corazón rencores que desconozco. Y los muros se hacen infranqueables, demasiado altos. No pueden entrar. Me protejo. Y las distancias se vuelven insalvables. Y en su incapacidad de amar el corazón se seca.
Como comentaba una persona: “Cuando vi a pocos metros un árbol reseco me sentí profundamente emocionada. Me veía en ese árbol. Me sentía como un tronco seco, sin vida, muerto y destrozado. Al mirar más detenidamente descubrí mucha vida alrededor del árbol seco y estuve allí en paz durante un buen rato”[1].
Contemplo el árbol seco de mi vida. Me detengo ante el muro de mis miedos y rencores. Veo mucha vida en torno a un árbol seco. Mucha vida a pesar de la muerte de mi propio corazón.
Creo que necesito mejorar en mis relaciones, en los vínculos que cuido y descuido. Dejar de lado los rencores, sanar los lazos rotos, construir puentes, derribar muros. Quiero construir un muro sólido sobre el que levantar mi vida. Pero no un muro que me separe de nadie.
Creo que no hay una relación con los hombres totalmente separada de mi relación con Dios. Ambas están intrínsecamente unidas: “Nos comportamos frente a Dios de la misma manera que tratamos a las personas. El paralelismo es matemáticamente exacto. La relación con nuestros semejantes, que debe equipararse con la relación con Dios, corre también en forma paralela a la relación que tenemos con nosotros mismos. No nos podemos odiar y al mismo tiempo estar dedicados de todo corazón a Dios y al prójimo. Sólo tenemos un corazón con el cual podemos amar a Dios, a los seres humanos y a nosotros mismos”[2].
Sólo tengo un corazón. Para amar a Dios, para amar a los hombres, para amarme a mí. No me vale de nada estar muy bien con Dios en mi mundo particular, en la paz de mi meditación, ante Él, de rodillas, en silencio, solo. No me vale de nada si luego salgo al mundo y vivo en medio de tensiones, de rencores, de manías, de rabias. Protegido entre muros. A la defensiva. Sin amar.
No vale de nada ese silencio sagrado que rompo con ira al poco tiempo. Echo a perder la paz que tenía en medio de mi calma con mis juicios y críticas. Es como si mi mundo no tuviera tanto que ver con Dios. Y me quedo pensando.
La forma como trato a los demás es igual a la forma como trato a Dios. Y tantas veces me ha parecido que era diferente. Ante Dios me siento comprendido, amado, respetado, enaltecido. Ante los hombres no sucede lo mismo. Creo que tiene que ser distinta mi reacción. Me creo juzgado por ellos. Su forma de comportarse me enerva.
Creo que empiezo a comprenderlo poco a poco. La forma como trato a los demás. La forma como me relaciono con aquellos a los que no quiero tanto. Con aquellos que me son más molestos. Con aquellos que no me comprenden, ni me aceptan, ni me alaban. En el fondo es la misma que uso en mi trato con Dios.
En Él proyecto mis sinsabores. Vuelco en Él mi rabia. Desprecio a los hombres. Y luego también acabo despreciando a Dios.
Mi relación con Dios no puede ser perfecta en medio del caos de mis afectos. Es imposible. Un solo corazón. Eso lo entiendo. Un corazón en el que no puede haber compartimentos estancos. Ahora con Dios estoy bien y le quiero mucho. Ahora con los hombres estoy mal y me alejo construyendo muros. No funciona así en la vida.
Todo para Dios. Todo para los hombres. El mismo corazón con sus rencores y heridas, con sus tristezas y sus logros. Con sus muros infranqueables. Con su árbol seco.
Quiero aprender a escuchar a los hombres. Quiero aprender a escuchar a Dios. Tal vez por eso me hace bien detenerme a contemplar mi vida. Aprendo a escuchar. Creo que sé escuchar pero no lo consigo tan bien como quisiera. Y surgen nuevas ofensas. Y mis relaciones se enturbian. Con los hombres y también con Dios.
Mi entrega a los hombres tiene que ver con mi entrega a Dios. Todo va tan unido. Me quedo tranquilo pensando que puedo hacerlo mucho mejor.
Puedo callar. Puedo escuchar. Puedo detenerme con infinito respeto ante la vida de los hombres. Sin invadir su intimidad. Sin romper el velo sagrado que cubre su alma. Puedo hacerlo ante los hombres. Puedo hacerlo ante Dios. Me hace falta guardar más silencio.
[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 36
[2] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52