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Seis consejos para corregir a un ser querido en el día a día sin herirle

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Edifa - publicado el 04/11/20
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La corrección fraterna requiere discernimiento y caridad. Es todo un ejercicio de equilibrismo. ¿Cómo hacer para ponerla en práctica sin humillar ni herir?

Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado” (Mt 18,15).

El hermano Dominique-Benoît de La Soujeole (O.P.), profesor de teología, nos ayuda en un tema que a muchos puede resultarnos muy complicado: la corrección fraterna.

¿Cuál es la mejor manera de corregir al prójimo?

No hay ninguna receta milagrosa. El trato que administrar deberá adaptarse a la persona que corrijamos, a la gravedad de la falta y al momento más idóneo… “Hacer notar a un hermano un ‘pecadillo’ no se hace de la misma forma que cuando señalamos un pecado importante”, insiste fray Dominique-Benoît de La Soujeole.

La forma que adopte nuestra corrección tendrá también su importancia. Puede asumir rasgos de “buen ejemplo” a seguir. Cuando santa Teresa de Ávila veía a alguna de sus hermanas actuar mal, desarrollaba la virtud inversa: actuar mejor aún. A los Padres del desierto, por su parte, les encantaba dar ejemplo con astucia.

Abba Poemen cuenta: “Un monje almorzaba habitualmente con un discípulo. Por desgracia, este hermano tenía el hábito de poner un pie sobre la mesa durante la comida. Sin embargo, el anciano no le hizo ningún comentario y, durante mucho tiempo, soportó la situación en silencio. Finalmente, exasperado, se lo confesó a otro anciano. ‘Envíamelo’, le dijo el otro. Cuando llegó la hora de comer, el anciano, rápidamente y antes de que el joven pudiera esbozar el menor movimiento, puso los dos pies sobre la mesa. El joven quedó muy desconcertado: ‘Padre, eso es descortés’. El anciano retiró al instante los dos pies y dijo: ‘Tienes razón, hermano’. Al volver con su padre, el hermano no volvió a caer nunca más en esta incongruencia”.

Nuestra corrección fraterna puede pasar por la recomendación de una lectura (un pasaje del Evangelio, el escrito de un “sabio”, etc.) o por el relato de una breve historia (la vida de un santo o algunos apotegmas de los Padres del desierto, una vez más).

La manera más habitual sigue siendo, sin duda, la conversación franca, directa y sin demora.

Y concretamente, no buscarle tres pies al gato: para corregir a un amigo o un allegado, basta con una charla de unos minutos de tú a tú en un espacio adecuado y al abrigo de oídos indiscretos.

“Las pocas veces que me ha sucedido algo así, he citado al amigo en cuestión en mi casa para hablar tomando un trago. Era a la vez distendido y serio”, cuenta Guillaume, antiguo jefe scout.

El lugar y la atmósfera son esenciales. No se “corrige” de forma rápida y descuidada o en una posición “desequilibrada”, con uno de pie y el otro sentado, por ejemplo.

“En general, tenemos cuidado de decirnos las cosas sentados alrededor de una mesa, después de recordarnos que estamos ahí para ayudarnos mutuamente y no para juzgarnos”, confiesan Claire y su esposo Xavier. Cuanto más se haya preparado el ejercicio con antelación, mejor irá. De modo que cada palabra cuenta y debe reflexionarse cuidadosamente.

Dicho esto, no se excluye ni la franqueza ni cierta forma de improvisación en el momento para adaptarse a las reacciones del otro. Guillaume tiene su propia técnica: “Intenso siempre partir de mis propias carencias para mostrar al otro las suyas. ¡Eso muestra que yo tampoco soy un santo!”.

¿Qué aspectos trata la corrección fraterna?

“La corrección fraterna trata sobre todo el pecado, ya sea venial o mortal, porque todo pecado hiere e incluso mata la caridad”, aclara fray Dominique-Benoît.

Así que no habría que limitar la corrección fraterna únicamente a las faltas graves; tiene una función también para las faltas leves que pueden conducir a faltas grandes.

“La paja es el comienzo de la viga, pues, al formarse la viga, antes es una paja. Regando la paja, haces que se convierta en viga”, escribía san Agustín.

“Por ejemplo, la glotonería puede ser solo una ligera falta de moderación puntual con la bebida, pero si esta tendencia no se corrige, corre el riesgo de convertirse en un pecado capital”, ilustra el dominico.

¿Podemos corregir a nuestro cónyuge, jefe, hijos adultos…?

Sí, pero con delicadeza. La corrección fraterna únicamente puede tener lugar entre dos personas moralmente iguales; es decir, sin que uno tenga autoridad sobre el otro.

“Es el caso en la igualdad dentro de la pareja, entre hermanos y hermanas, y entre bautizados en la comunidad cristiana”, explica el hermano De La Soujeole.

“El señor sacerdote es, ante todo, un bautizado, y si yo, laico, le veo cometer una falta contra la moral común en la Iglesia, la corrección fraterna tiene cabida aquí. Donde no haya igualdad, hay lugar para la corrección paterna (de un superior a un subordinado)”.

No obstante, “si un subordinado ve a un superior cometer una falta contra la moral común de todos, se dirigirá a su superior no como superior, sino como hermano y, por tanto, como igual”.

Para la relación entre padres e hijos, la corrección será paterna o materna mientras el hijo no sea adulto. Llegado a la edad adulta, la corrección se vuelve fraterna debido a una cierta igualdad moral entre los adultos.

“Pero hay que tener un espíritu de delicadeza: la experiencia que un padre o madre tiene de la vida y de sus hijos puede colocarle, incluso entre adultos, en una cierta superioridad”.

Y si no consigo convencer a mi hermano, ¿debo perseverar o abstenerme?

Es importante discernir con prudencia. San Agustín, corregido por santo Tomás de Aquino, admite la posibilidad de abstenerse de reprender y corregir a quienes obran mal por tres motivos:

  1. “Porque esperan una ocasión más oportuna”;
  2. “Porque temen que con ello puedan empeorar”;
  3. “Por el miedo de que (…) sintiéndose presionadas se alejen de la fe”.

Santo Tomás añade que “cuando la corrección fraterna se torna en obstáculo para el fin, o sea, la corrección del hermano, ya no tiene razón de bien”.

Y continúa analizando fray Dominique-Benoît de La Soujeole: “El ejercicio de la corrección fraterna, como el ejercicio de toda virtud (aquí, la caridad misericordiosa), debe estar reglado por la virtud de la prudencia. Esta última tiene dos aspectos. Desde el punto de vista intelectual, evalúa el caso concreto desde el punto de vista de la verdad: ¿el acto cometido por mi hermano es un pecado en sí mismo y en las circunstancias concretas del caso? Pero la prudencia es también una virtud moral (la primera) en ese sentido de que debe evaluar las condiciones del éxito, en lo concreto del caso presente, del acto que se propone (corregir).

Si desde el punto de vista intelectual se ha verificado que hay pecado, desde el punto de vista moral habrá que plantearse la pregunta: ¿debo intervenir ahora? ¿Mi disposición es la apropiada para hacerlo?

En caso negativo, ¿debo informar a una persona mejor dispuesta que yo? En caso afirmativo, ¿cómo proceder de forma que mejor se asegure el beneficio? Dicho de otra forma, la puesta en práctica concreta de mi intervención debe evaluarse seriamente”.

Antes de aleccionar a los demás, ¿no debería cada uno poner en orden su propia casa?

El Evangelio lo dice todo: “¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Deja que te saque la paja de tu ojo’, si hay una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7,3-5).

Al acercarnos a nuestro hermano para corregirle, no pretendemos ser irreprochables y estar por encima de toda crítica.

La corrección fraterna no es un juicio, sino una ayuda fraterna recíproca. “Así que yo también debo ser accesible a las correcciones de los demás, e incluso quizás del hermano al que estoy corrigiendo”.

¿Qué pasos se deben seguir?

Nada de automatismos, sobre todo.

“El Evangelio no da un procedimiento que seguir con tanta rigidez como los de nuestros códigos civil y penal”, advierte de entrada fray Dominique-Benoît.

La gradualidad presente en el Evangelio de san Mateo quiere mostrar que “el pecado, aunque es primero personal, tiene una resonancia en la comunidad que hiere”, precisa el dominico.

La herida personal del pecado es también una herida de todos. “Nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social”, afirmó Benedicto XVI.

Por eso san Mateo insiste en los dos aspectos, individual y comunitario. En un punto indica que “si incluso a la Iglesia no le hace caso, trátalo como si fuera un incrédulo o un renegado”. Este es uno de los fundamentos para la excomunión. “Esto debe responder a unas condiciones de justicia y de prudencia claras cuando la falta sea de una especial gravedad y que cause un grave escándalo en la comunidad”, precisa el hermano dominico.

 

 

Antoine Pasquier

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