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Tres etapas para liberarse de lo superfluo en la vida

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Edifa - publicado el 03/10/20
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La sencillez no es ni austeridad ni frustración. Las Bienaventuranzas pueden darnos algunas pistas para alcanzarlaLa sencillez trata de distinguir nuestras auténticas necesidades de las cosas accesorias, convertidas sutilmente en lujo. Ejercer este discernimiento es una auténtica tarea espiritual.

A partir de los 20 años, va surgiendo poco a poco una toma de consciencia, transformada por la protección del planeta o por una auténtica preocupación por la vida interior: el consumo no da la felicidad. Y redescubrimos la sencillez.

Un poco por todo el mundo florecen movimientos que preconizan la frugalidad y la sobriedad, en oposición al “siempre más” de la sociedad de consumo. Iniciativas como “un año sin” tele, “un año sin” compras, “un año sin” coche, reciben cada vez más apoyo de la gente. Pero para algunos, simplificar su vida para ir a lo esencial parece ser una tarea demasiado abstracta y difícil. Sin embargo, no hay que saber astrofísica para aplicar este modo de vida.

La sencillez no es austeridad ni frustración

Armelle tiene tres hijos. Con su marido decidieron vivir en el campo para tener contactos sencillos y criar a sus hijos en la naturaleza. Compra de segunda mano la ropa de la familia. “Entre vecinos, compartimos las verduras y frutas del huerto. No tenemos televisión y eso nos permite vivir auténticas veladas familiares o culturales. Reparamos nuestros aparatos para que duren más tiempo y nuestras vacaciones las pasamos siempre en la montaña, muy cerca de casa. Es una elección”.

Su lucha antiderroche llega a todos los niveles: compartir el coche, prever las compras con antelación para evitar una compra compulsiva… Con sus amigos, Armelle ha instituido los “días de regalos”: pone en su jardín todos los objetos ya no les son útiles y todo el mundo puede escoger los que quiera. “De esta limpieza extraigo una liberación que me orienta hacia lo esencial: el amor y el servicio. Sin contar la alegría enorme que me da”.

La sencillez no es austeridad ni frustración, sino “la elección de un estado mental que consiste en disfrutar más del ser que del tener”, afirma Isabelle, médica y adepta de la sencillez.

No se trata de cultivar la pobreza por la pobreza, sino más bien una forma de distancia frente a los bienes materiales de los que Dios nos hizo administradores. “Más concretamente, vivir en la sencillez es imponerse restricciones”, precisa Cyrille Court, pastor protestante.

Renunciar y contentarte

“Se trata de renunciar a las cosas superfluas y aprender a contentarse con lo importante, con lo esencial”. Aquí están las palabras clave: renunciar y contentarse, las dos caras de la sencillez. Vivirla no es un proceso indoloro aunque, extrañamente, tampoco carece de alegría, si creemos a quienes la practican.

Pero ¿de dónde viene esta vocación? Las respuestas son diversas. Algunos han decidido proteger el planeta y prohibirse todo rastro superfluo de CO2. Otros se acercan a los sabios antiguos para encontrar la paz, una calidad del ser, lejos de las sirenas del mundo.

La perspectiva cristiana va más lejos. La sencillez se busca ante todo para dejar espacio al amor: amor a Dios, a los otros y a uno mismo. Todos los cristianos están llamados al desprendimiento, si escuchamos lo que dice san Lucas (14,25-35): para unos, esto significará venderlo todo para seguir a Cristo; para otros, compartir los bienes, compartir su tiempo o sus talentos.

Pero, más concretamente, ¿qué hay que hacer para ir a lo esencial?

Ser consciente

La primera etapa de la simplificación es tomar consciencia de que el bienestar acapara nuestros pensamientos y termina por alejarnos de Dios. En nuestra sociedad de abundancia, lograr desprenderse de las incitaciones constantes al consumo es un auténtico ingreso en la resistencia.

“Nuestra sociedad funciona en base a una frustración programada”, señala Pierre. Sacarnos de ahí significa detenernos un momento para reflexionar sobre la forma en que gestionamos nuestros bienes y para poner freno a la fiebre compradora. Aplicar este enfoque de sencillez obliga a plantearse algunas preguntas esenciales. ¿Cuál es el valor de las cosas? “¿Quién puede permitirse eso? ¿Es realmente útil?”, se pregunta Pierre antes de comprar un objeto.

Este ingeniero y padre de familia dice estar obsesionado por unas palabras de san Juan Crisóstomo: “El pan que hay en tu despensa pertenece al hambriento; el abrigo que cuelga, sin usar, en tu guardarropa, pertenece a quien lo necesita”.

Una reflexión que todos pueden hacer, sobre todo en la forma de organizar una cena, el armario, una boda o una fiesta cualquiera: evitar el exceso, el alarde indecente de un lujo superfluo que satisface la vanidad pero que puede escandalizar y herir a otros. Es perfectamente posible ser un buen anfitrión, con sencillez.



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Liberarse de la presión social

La segunda etapa es liberarse de la presión de la sociedad con sus dictados profesionales y sociales. Trabajar más para ganar más, multiplicar las aficiones, tener fama, centrarse en el desarrollo personal… son cosas que practicamos a menudo en detrimento de nuestro entorno y nuestra paz interior. ¿Somos libres con respecto al modelo social, con respecto a los demás?

Poco a poco, esta reflexión sobre la sencillez conduce a revisar nuestras prioridades. Pierre ha decidido trabajar al 85 % de tiempo por solidaridad con los parados. Así puede también ayudar a las asociaciones y hacer excursiones por la montaña. En cuanto a Francisco, de 45 años, ha renunciado a su trabajo de investigadora para ser “capellán” de un hospital y trabajar en la recepción de un centro de buscadores de empleo.

Isabelle ha dejado su agencia entre paréntesis durante diez años para criar más tranquilamente a sus hijos y participar de la vida asociativa de su pueblo. Stéphane y Marie rechazan “las salidas demasiado mundanas de las que vuelven con el sentimiento de haber perdido la tarde” y privilegian las cenas entre amigos. Este tiempo liberado presenta también la ventaja de hacernos más disponibles a la familia, a los compromisos altruistas, a las auténticas amistades.

Dejar espacio a Dios

La última etapa consiste en liberarnos de nosotros mismos. Cuanto más grande sea el espacio en nosotros, más espacio podrá ocupar Dios, si aceptamos renunciar a nosotros mismos. Nuestro corazón es complejo.

¿No tenemos a veces la sensación de ser esquizofrénicos, zarandeados entre nuestras aspiraciones profundas y las derivas de nuestro amor propio? Debatiéndose entre tantas direcciones, nuestra vida se complica y pierde transparencia. El corazón y los labios se vuelven dobles. La mirada se turbia, las máscaras proliferan.

Con la imagen de los lirios del campo, el Señor nos invita a soltar lastre y a preocuparnos solamente por su reino. Es necesario derrocar a esos personajes que nos hemos fabricado. Significa aceptar soltar las riendas, un hecho temible, pero que se llevará mejor cuando ganemos en flexibilidad. Este es el camino de la infancia espiritual que nos indica Jesús: vivir como un niño, inconsciente de sí mismo, desbordante de confianza. El niño no teme, sino que se maravilla.

“Cuando estamos en la opulencia, a la carrera, estamos cegados, no vemos los regalos que Dios nos da constantemente”, señala Isabelle.

“Es un embeleso ver despertar el día; en el campo, encuentro la alabanza y el corazón se calma”. Cuanto más sencillos, más cerca de Dios, es la verdad. Pero lo recíproco también es cierto: “Cuanto más nos acercamos a Dios, más nos simplificamos”, como dijo la madre Fébronie, subpriora del Carmelo, a santa Teresa del Niño Jesús. También nos encontramos más a nosotros mismos, porque el alma se desprende de las dobleces del pecado y aparece en su verdad. La sencillez es un fin, la meta del camino. Está delante de nosotros, en los brazos del Padre que nos espera. Es un don de Dios que nos transforma. La sencillez está más allá de nuestras complicaciones, porque la sencillez es la cura.

Florence Brière-Loth

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