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¿Qué dice la Biblia sobre el dinero?

PLANOWANIE BUDŻETU DOMOWEGO
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Edifa - publicado el 20/06/20
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En la Biblia puede servirte también de asesora financiera

Claro está, la Biblia no es un manual de finanzas, pero contiene muchos consejos prácticos y valiosos que pueden ayudar a todo el mundo a gestionar mejor su dinero y mantener una relación sana con él.

¿Es un pecado querer ganar dinero (incluso mucho dinero)? ¿Hay que rehuirlo, sufrirlo, hacerlo fructificar? ¿Qué es una gestión responsable del dinero? ¿El dinero es un mal necesario? Hacer de vez en cuando un examen de conciencia sobre nuestra relación con el dinero y los bienes materiales puede ser un buen medio de gestionar mejor nuestro presupuesto. El padre Pierre Debergé, autor de El dinero en la biblia. Ni pobre… Ni rico, ofrece algunos consejos sobre el tema.

¿Qué dice la Biblia en relación al dinero?

Desde las primeras páginas, las riquezas materiales aparecen bajo un ángulo positivo. Contribuyen a la felicidad de la persona y son un signo de la bondad de Dios. Al principio, son incluso consideradas como una recompensa que atestigua la fidelidad de la persona, mientras que la miseria se percibe como un castigo divino.

Es Job quien romperá el vínculo entre riqueza y fidelidad: por experiencia, él sabe que el rico no es necesariamente un hombre justo, igual que el pobre no tiene por qué ser un pecador.

Los profetas, por su parte, harán hincapié en las protestas contra quienes se enriquecen a expensas de los pobres. Basta con releer, por ejemplo, el Libro de Amós. Poco a poco, el pobre, que era considerado como un maldito, es visto como el preferido de Dios.

¿Los ricos están condenados?

No. Cuando Jesús dice: “¡Ay de ustedes los ricos!” (Lc 6,24), no se refiere a una maldición o condena, sino a una queja. Jesús se lamenta por la suerte de quienes están tan satisfechos que ya no esperan nada de Dios ni de sus hermanos. La Palabra de Dios no condena las riquezas. Pero advierte contra sus peligros.

Todos lo hemos experimentado. El dinero es algo fascinante, nos hace caer en sus redes rápidamente, nos encierra en un sentimiento engañoso de seguridad. Sin darnos cuenta, si no mantenemos la guardia, depositamos toda nuestra confianza en él. Nos procura una felicidad ilusoria y, de esta manera, nos aparta de la bondad. Por eso Jesús advierte: “¡Ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su consuelo!”.

¿Cómo se posiciona el mismo Jesús con respecto al dinero?

Sabe la importancia que tiene en la vida cotidiana, como demuestran cantidad de parábolas. Además, el Evangelio de Juan menciona la existencia de un monedero común que emplean Jesús y sus discípulos (Jn 12,6; 13,29), y Lucas habla de mujeres que seguían a Jesús y los Doce y “los ayudaban con sus bienes” (Lc 8,3).

Jesús no muestra ningún desprecio por el dinero. En sí mismo, el dinero no es ni bueno ni malo. Es un instrumento. Pero un instrumento peligroso, repite Jesús con insistencia. Estas advertencias están especialmente marcadas en el Evangelio de Lucas. Por ejemplo, en la parábola del pobre Lázaro (Lc 16,19-31): el rico ni siquiera supo ver al pobre que yacía en su puerta; esta ceguera es su pecado más grave.

El dinero, en efecto, nos impide ver a nuestros hermanos. Construye un muro que nos aísla. Nos hace ciegos y sordos. En la parábola, Jesús dice a través de Abraham que “aunque alguien se levante de entre los muertos”, los hombres prisioneros de sus riquezas no se convencerán de que deben cambiar de vida. Están sordos a todo cuestionamiento de aquello que viven, no escuchan más que la voz del dinero.

Esos peligros nos amenazan a todos. ¡No es necesario tener mucho dinero para quedar prisioneros de él!

Entonces, ¿cómo liberarnos de las trampas del dinero?

Poniendo a Dios en primer lugar. Porque Jesús nos dice “donde tengan ustedes su tesoro, allí estará también su corazón” (Lc 12,34).

Hay que elegir, “acumular riquezas para sí mismo” o “ser rico delante de Dios”. En un caso, somos esclavos de nuestro dinero, es decir, de nosotros mismos.

En el otro, aceptamos nuestra pobreza fundamental para dejarnos enriquecer por Dios. Aprendemos a recibirnos de Dios e, inseparablemente, de nuestros hermanos y hermanas. Esta elección no es del ámbito moral, sino del ámbito de la fe.

Y ¿cómo lo hacemos, concretamente?

Rezar y dar. En la oración, nos desposeemos de nosotros mismos para recibirnos de Dios. Permitimos al Espíritu Santo transformar toda nuestra vida, incluyendo las dimensiones más materiales. Al servir a Dios, aprendemos a no pedir al dinero más de lo que puede darnos, a utilizarlo en la verdad de aquello que somos profundamente: los hijos de Dios.

En cuanto al don, manifiesta nuestra libertad con respecto al dinero. El Antiguo Testamento apelaba a dar de aquello que nos es superfluo. Jesús pide dar incluso de aquello que nos es necesario. A veces hay que saber dar con locura para ser capaces de dar en todo momento aquello que Dios espera de nosotros. ¿Cuánto? Depende de cada uno discernirlo. Los Padres de la Iglesia enseñan que, cuantos más pobres hay a nuestro alrededor, más hay que dar. Este sentido de compartir y de la gratuidad es una dimensión fundamental en toda educación cristiana. Y esto pasa primero por dar ejemplo.

En el fondo, ¿el dinero no es un mal necesario?

¡No! El dinero es un medio dado por Dios para que sea puesto al servicio de todos. Despreciar el dinero es despreciar a quienes tienen una necesidad vital de él. Sufrir el dinero como un mal necesario es cortar la vida espiritual de su dimensión carnal. ¡Hay que desconfiar de una espiritualidad errónea que rechazaría encarnarse en todos los aspectos de la vida humana! No podemos hacer como si el dinero no existiera. Al contrario, debemos mirarlo como un lugar al que Dios nos llama a servir a nuestros hermanos.

En el fondo, despreciar el dinero o idolatrarlo viene a ser lo mismo porque, en ambos casos, no situamos al dinero en su justo lugar e ignoramos nuestra vocación profunda de servir a Dios y a nuestro prójimo con los medios que Él nos da. En los dos casos, hay separación entre nuestra vida espiritual y nuestra vida diaria: por un lado Dios, por el otro el dinero en todas sus dimensiones (afectivas, sociales y políticas). Una vida espiritual auténtica no debe desviarnos de nuestras obligaciones concretas. La gestión del dinero forma parte de esas obligaciones.

¿Cómo puede la Palabra de Dios ayudarnos a gestionar nuestro dinero o el de nuestra empresa?

Fijando el orden de las prioridades: solamente la elección de Dios puede dar la libertad necesaria a una justa utilización de las riquezas materiales. Esta libertad se traducirá en la capacidad de dar y de dar alegremente. Pero dar no basta. El don no debe servir de coartada a nuestra pereza o a nuestro despilfarro: no nos dispensa de gestionar nuestro dinero de manera responsable.

Nadie tiene derecho a hacer gala de ligereza en la gestión de los bienes materiales, sobre todo cuando, como sucede a menudo con la Iglesia, son bienes fruto de donativos o de colectas. Incluso cuando se trate de dinero que hayamos ganado con nuestro trabajo, no podemos hacer cualquier cosa con él. Se trata siempre de una riqueza que nos es confiada por el Señor para el servicio de todos. No somos más que unos administradores.

¿Cómo definiría usted una gestión responsable, bajo la luz del Evangelio?

Una gestión que tenga por primer objetivo luchar contra la pobreza. Nadie debe acostumbrarse al escándalo o al pecado que representa la presencia de los pobres, es decir, a quienes sufren sin quererlo unas condiciones de vida intolerables. Toda situación de pobreza sufrida es una ofensa al ser mismo de Dios. Es algo que va en contra de su proyecto, que quiere que cada ser humano sea amado y reconocido por lo que es realmente.

Christine Ponsard

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