Cada año, para estos días de Adviento, previos a la Navidad, me gusta hacer un alto y reflexionar en mi vida. pienso mucho en lo que hice en este año tan difícil que ha vivido el mundo y lo haré con el tiempo que Dios me permita vivir.
También me detengo unos minutos porque quiero darte las gracias, por tus oraciones, por acompañarme en este camino de fe y por escribirme y compartir conmigo tus vivencias y explicarme cómo estos escritos en Aleteia te han ayudado, siempre de la mano de Dios, a mejorar tu vida espiritual.
No imaginas la cantidad de emails que me llegan, cada uno más bonito que el otro. Los que más disfruto son aquellos que me cuentan experiencias con Jesús Sacramentado escondido en el sagrario. ¡Son historias increíbles!¡Maravillosas!
Mi esposa suele decir: “Es de bien nacido ser agradecidos”, por eso me detengo para agradecerte amable lector, porque me has animado a continuar escribiendo cuando necesitaba esa voz de aliento.
En enero cumpliremos 5 años de estar escribiendo y publicando cada semana artículos en Aleteia. ¿No te cansas Claudio? Al contrario, hay tanto que decir, historias maravillosas que compartir y es tan corto el tiempo. Hay personas que necesitan una voz de aliento, y tantas almas para consolar.
A lo largo de mi vida, he aprendido que con Dios en medio todo es posible.
Hay una historia que deseo compartir contigo. Me parece que alguna vez te la he referido, no estoy seguro, pero es tan hermosa que vale la pena contarla otra vez.
Cuando empezó el Internet, se crearon salas virtuales en las que podías charlar e intercambiar opiniones con personas sobre temas comunes, que te interesaran. Había chats, o salas de literatura, cine, poesía, historia.
Una noche descubrí una sobre el catolicismo. Por supuesto me inscribí y empecé a participar. Entraba los jueves por las noches y charlaba con todos los asistentes sobre nuestra fe y la iglesia católica. Era de lo más interesante. Enriquecías tus conocimientos y tu vida. Abundaban los testimonios simpáticos que te alentaban a perseverar en la fe.
Una persona destacó sobre todos. Me agradaba intercambiar ideas con él. Tenía una gran alegría, humildad, sencillez y una sabiduría impresionante. Daba gusto leer sus palabras animándonos a ser buenos católicos y vivir nuestra fe con entusiasmo y alegría.
Pero ocurría algo curioso. Desaparecía por temporadas. Y volvía a aparecer de la nada. Una noche tuvimos esta conversación:
—¿A qué te dedicas?
—Soy sacerdote.
―Tengo curiosidad y me gustaría hacerte una pregunta.
―Adelante.
―Desapareces cada cierto tiempo. ¿Por qué?
―Sufro una enfermedad terminal. Cuando dejo de entrar en este chat es porque estoy hospitalizado con una crisis. Y ocurre cada vez con mayor frecuencia.
Me dejó paralizado con su respuesta. No la esperaba.
Por algún motivo tuve la necesidad de hacer otra pregunta y su respuesta aun hoy me llena de esperanza.
―¿Qué es lo que más te ha gustado de tu sacerdocio?
Una palabra apreció en el monitor de mi computadora:
―Consolar.
Jamás la he olvidado.
Esa fue la última noche que hablamos. Nunca volvió.
Desde entonces, cuando alguien me quiere hablar mal de un sacerdote, lo detengo. No lo escucho. Le pido que no lo haga.
A pesar de todo, hay buenos sacerdotes en la iglesia católica. Muchos y buenos sacerdotes. Como este sacerdote enfermo al que nunca conocí y cuya mayor ilusión era consolar.
Esta noche recemos por ellos. ¿Te animarías?