El mundo del Internet actual facilita el acceso a contenidos que, sin una adecuada formación y guía, pueden llevar a los más pequeños por caminos equivocados, ya que aún no han desarrollado una conciencia plena, por lo que al entrar en dichos contenidos, lo hacen sin ser plenamente conscientes del peligro espiritual. Ahí entra la justicia de Dios en el hombre.
Hay quienes quedan profundamente preocupados, incluso después de la confesión. Pues, algunos se preguntan ¿he perdido la "entrada al cielo" por haber participado en algo que desconocía que era malo? Sin embargo, es necesario explicarle al niño cómo actúa la justicia de Dios, ya que no se castiga a quien actúa sin conocimiento ni consentimiento pleno.
La justicia divina y la justicia humana
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Episodios así nos invitan a reflexionar sobre la diferencia fundamental entre la justicia divina y la justicia humana. En España, por ejemplo, el derecho se rige por el principio ignorantia juris non excusat; es decir, "la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento".
Esto significa que, aunque una persona no conozca una norma legal, sigue siendo responsable de su incumplimiento. La sociedad necesita este principio para garantizar el orden y la convivencia, evitando que la ignorancia sea utilizada como excusa para eludir responsabilidades.
Sin embargo, la justicia de Dios es distinta. La teología moral católica enseña que para que un pecado sea considerado mortal deben cumplirse tres condiciones esenciales:
- Materia grave
- Que se cometa con pleno conocimiento
- Que haya un consentimiento deliberado
Esto nos habla de una justicia mucho más personalizada y compasiva, que no solo se fija en el acto en sí mismo, sino también en las circunstancias y en la intención de quien lo comete.
Esta diferencia debería hacernos meditar en catequesis, en los colegios y en nuestros hogares. ¿No deberíamos aspirar a imitar la justicia divina, mucho más perfecta, sabia y más justa? Una justicia personalizada, que valore cada situación en su contexto.
Pensemos en cuántas veces juzgamos con dureza a los demás sin detenernos a considerar sus circunstancias. ¿Acaso no nos gustaría que, cuando cometemos errores, se nos juzgue con la misma misericordia y comprensión que Dios nos ofrece?
Ser justos como el Padre
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En un mundo donde a menudo se exige castigo inmediato y se impone el juicio sin considerar los matices, la justicia de Dios nos ofrece un modelo mucho más elevado, basado en el amor y en el conocimiento profundo del corazón humano.
No se trata de relativizar el pecado ni de justificar el mal, sino de aplicar el discernimiento necesario para comprender a cada persona en su contexto, ayudándola a crecer y a rectificar su camino.
Esta reflexión no solo es importante en el ámbito religioso, sino que también tiene aplicaciones en nuestra vida cotidiana. Como padres, educadores y miembros de la sociedad, deberíamos preguntarnos: ¿cómo aplicamos la justicia en nuestros hogares, en nuestras relaciones personales, en nuestro entorno laboral? ¿Somos rápidos en condenar, o intentamos comprender antes de juzgar?
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Imitar a Cristo
Imitar la justicia de Dios no significa renunciar a la corrección ni al deber de enseñar lo que es correcto, sino hacerlo con amor, paciencia y sabiduría. Si logramos aplicar este principio en nuestra vida diaria, contribuiremos a construir familias y comunidades más comprensivas y fraternas, reflejando así la verdadera esencia del Evangelio.
Sigamos el ejemplo de Dios: una justicia que no solo castiga, sino que comprende, educa y redime. Porque en el juicio divino no hay simple castigo, sino una búsqueda incansable de la salvación del alma.
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