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El pasado mes de septiembre, a bordo del avión que traía al Papa Francisco de vuelta de Singapur, el arzobispo Paul Richard Gallagher, eje de la diplomacia vaticana, fue preguntado por la posible visita del Pontífice a Francia, con motivo de la reapertura de Notre Dame, el 8 de diciembre. El prelado británico, no sin humor, explicó a los periodistas a bordo del avión papal que ese viaje sería una forma de "reparación" por la humillación infligida por Napoleón a Pío VII durante la consagración en 1804.
Pero solo unos minutos después, en una rueda de prensa, el Papa Francisco, que evidentemente no había informado a su colaborador, anunció con firmeza y sin explicaciones que no viajaría a París. El 8 de diciembre, el pontífice celebrará Misa con los nuevos cardenales creados en el consistorio del día anterior, y después, como cada año, acudirá a la Escalinata de España para un momento de devoción mariana entre el pueblo de Roma.
Es cierto que la visita del Papa a París habría sido significativa desde un punto de vista histórico. Habría recordado un acontecimiento cuyo 220 aniversario se celebrará el 2 de diciembre: la coronación de Napoleón por Pío VII en Notre Dame.
El trauma de Pío VII
Este Papa italiano fue elegido en 1800 tras la humillante muerte de Pío VI, secuestrado y encarcelado por las tropas revolucionarias francesas. En 1804, aceptó acudir a París para celebrar la coronación de Napoleón, con la esperanza de obligarle a dar marcha atrás en su política galicana, la de los "artículos orgánicos" de 1802, que traicionaban el Concordato firmado en 1801 y cortaban el vínculo de las diócesis francesas con Roma.
Pero Córcega, para quien la religión debía estar subordinada a su poder imperial, no quiso. Peor aún, decidió anexionarse los Estados Pontificios en 1809. El Papa le excomulgó, pero Napoleón le hizo secuestrar y exiliar a Savona, antes de nombrar a su hijo "Rey de Roma".
La supervivencia del poder pontificio estaba en juego: Pío VII, en el exilio, hizo destruir el anillo del pecador para impedir que Napoleón lo robara para instalar a un usurpador. Después fue trasladado a Fontainebleau, donde el Emperador quería obligarle a instalar la sede pontificia en París, en la isla de la Cité, cerca de Notre Dame.
En 1813, aislado y bajo la presión constante de Napoleón, que amenazaba con destruir la Iglesia, el Papa finalmente accedió. Pero, aconsejado por su mano derecha, el cardenal Consalvi, se retractó inmediatamente, lo que provocó la furia de Bonaparte. A partir de entonces, Pío VII no cedió nada ante el Emperador, que se encontró en una mala posición en la escena internacional y, finalmente, se vio obligado a liberar al Pontífice en 1814. A diferencia de su predecesor, Pío VI, que había muerto en Francia, Pío VII pudo regresar triunfalmente a Roma.
Este período, uno de los más dramáticos de la historia del papado, está aún fresco en la memoria de los hombres de la Santa Sede, como atestiguan los recientes homenajes a Pío VII y al cardenal Consalvi. Sin embargo, es muy poco probable que un espíritu de venganza estuviera detrás de la negativa del Papa a participar en la reapertura de Notre Dame, a pesar de que el Presidente de la República le había instado a hacerlo.
Venganza piadosa
Por otra parte, la elección de Ajaccio como destino por parte del Papa ofrece un sorprendente giro de la historia. El Pontífice aterrizará en el aeropuerto Napoleón Bonaparte, donde probablemente será recibido por el diputado local Laurent Marcangeli, el único bonapartista elegido miembro de la Asamblea Nacional. A continuación, el Papa recorrerá las calles de la ciudad imperial, la mitad de las cuales llevan el nombre del Emperador.
Por último, el hombre celebrado por el cantante Tino Rossi en L'Ajaccienne como "el hijo pródigo de la gloria" también estará presente en la Misa del Papa Francisco, ya que una enorme estatua negra del hombre del bicornio domina la plaza del Casone, donde está prevista la celebración. En total, el pontífice pasará un día entero en la tierra de su antiguo enemigo, el hombre que era conocido como el "ogro corso" y que hizo temblar a la Iglesia.
Pero éste, a diferencia del Imperio, sigue aquí. A diferencia del Papa Francisco, que se convertiría en el primer pontífice en pisar la Isla de la Belleza, Napoleón nunca regresó triunfante a Ajaccio. La última vez que la visitó fue durante una breve escala en 1799, antes del inicio de la campaña de Egipto, y parece que perdió por completo el interés por la isla.
Y cuando el Emperador depuesto fue finalmente exiliado a Elba y luego a Santa Elena, y todos los miembros del clan Bonaparte se convirtieron en personas non gratas en Europa, fue el Papa Pío VII quien aceptó acoger, alojar y mantener en Roma a los miembros de la odiada familia, en particular a la madre de Napoleón, Letizia, y a su hermano José.
Una anécdota que demuestra que la Iglesia católica, de casi 2 mil años de antigüedad, no olvida, pero sabe perdonar.