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Cuando nos referimos a milagros solemos hablar de asuntos increíbles, como curaciones inmediatas y giros extraordinarios del cuerpo, pero hay otra clase de sucesos milagrosos que no se mencionan: el arreglo de un corazón roto, la limpieza de la culpa o, simplemente, que un marido machista vaya por fin a la compra aunque ya esté instalado en la tercera edad.
De todo eso habla El club de los milagros, una película que ha tardado en estrenarse en España y que ya está disponible en las salas de cine, quizá aprovechando el tirón del fallecimiento reciente de una de sus protagonistas, la siempre eficaz y encantadora Maggie Smith, quien la rodó con 88 años, demostrando una energía arrolladora en pantalla pese a su edad y a sus achaques.
Dirige el filme Thaddeus O’Sullivan, cineasta dublinés de carrera extraña y errática, sobre todo centrada en la televisión: a principios de siglo su nombre sonó bastante al dirigir a Kevin Spacey en Criminal y decente. Si examinamos con detenimiento sus trabajos para el cine y las series, veremos que en su obra abundan los detectives, sacerdotes, políticos y mujeres sometidas a problemas sentimentales.
El club de los milagros dura 90 minutos y es una pequeña comedia agridulce, con toques graciosos pero con lazos con nuestros dramas de antaño, esos dramas que acaban regresando a uno, como decían en la película Magnolia: “Puede que hayamos acabado con el pasado, pero el pasado no ha acabado con nosotros”.
Éste es, precisamente, el motor del filme: algo les sucedió a los personajes cuando eran jóvenes y solo sabremos algunos secretos de la historia cuando el metraje esté avanzado.
La fuerza para seguir adelante sin milagros
El largometraje de O’Sullivan comienza con un punto de partida inevitable para la reunión de personajes: una muerte. Al fallecer la madre de Chrissie (Laura Linney), ésta vuelve de Estados Unidos a un pueblecito de Irlanda, pero no llega a tiempo al funeral por los retrasos aéreos. Quienes se han preocupado de esa madre en los últimos años son sus amigas Eileen (Kathy Bates) y Lily (Maggie Smith). Pronto le reprochan a la hija que lleva cuatro décadas sin aparecer por allí.
Cada una de ellas carga con un drama: el hijo de Lily se ahogó en el mar a los 19 años y su madre, que sufre discapacidad en una pierna y quiere curarla, tiene un santuario para él a la orilla del mar, donde ha reunido una foto, una placa y una estatuilla de la Virgen; Eileen sigue dolida con la larga ausencia de Chrissie y debe lidiar con un marido apegado a las costumbres patriarcales y un montón de nietos por la casa, y para colmo acaba de salirle un bulto sospechoso en el pecho; Dolly (Agnes O’Casey), la más joven del grupo, tiene un hijo que no pronuncia una sola palabra y nadie sabe el motivo.
Por todas estas razones, participan en un concurso de talentos cuyo primer premio consiste en un viaje a Lourdes junto al sacerdote local, el Padre Dermot (Mark O’Halloran). Estas mujeres necesitan milagros: que el bulto desaparezca, que el niño hable, que la pierna sane… Lo que no saben es que encontrarán otro tipo de remedios.
La frase más importante de la película la dice el Padre Dermot: “No vienes a Lourdes por un milagro, sino por la fuerza para seguir adelante sin uno”. Eso es, sin rodeos, lo que significa la fe.
Durante la estancia en Lourdes las viejas amigas tendrán tiempo para hablar, extraerse los tormentos de la culpa y limar asperezas. Ahí (y en el reparto formado por estas grandes actrices) reside la gracia de la película.
No es excepcional, no ganará premios, pero se disfruta y se aprende de ella: nos habla de la amistad, esperanza, y la energía para continuar con nuestras vidas pese a los sinsabores que nos deparan. Y es conmovedor escuchar a Maggie Smith cuando pronuncia esta frase: “Soy vieja, Chrissie. Moriré pronto”. Por un momento nos parece como si la sentencia no la pronunciara el personaje, sino la actriz.