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“Tradicionales o progresistas”: ¿es esa verdaderamente la Iglesia?

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Luis Carlos Frías - publicado el 11/09/24
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La eclesiología ocupa muchos estantes en las bibliotecas y librerías católicas. Los documentos magisteriales son abundantes. La reflexión teológica, citas de santos, opúsculos, ensayos y poemas, incontables. Los cursos y seminarios, numerosos. Pero, mediáticamente, suelen destacar los escándalos y las disputas entre “tradis” y “progres” que, a más de alguno, podrían confundir: ¿esta es la Iglesia de Jesucristo?

El Catecismo de la Iglesia Católica compendia lo más fundamental de la Iglesia en el Artículo 9 del Credo: “Creo en la Santa Iglesia Católica”, que ocupa los numerales 748 al 975. Aquí se nos ofrece un magisterio muy rico que nos da una idea cierta, pero siempre limitada, acerca del inagotable misterio de la Iglesia. En los numerales citados podemos conocer los nombres, imágenes y símbolos de la Iglesia; su origen, fundación y misión; un acercamiento a su misterio y a su naturaleza de ser “sacramento universal de salvación”; sus características: “Pueblo de Dios”, “Cuerpo de Cristo”, y “Templo del Espíritu Santo”; lo que de ella confesamos: “una, santa, católica y apostólica”; su constitución jerárquica, la comunión de los santos, y su filiación a María santísima. 

No es fácil conocer y digerir toda esta inmensa mina de diamantes, pero resulta significativo el hecho de que, a final de cuentas, todos los rayos de este inmenso y glorioso sol llamado Iglesia nacen de un mismo punto -Jesucristo-, se dirigen a un mismo fin -el Reino de Dios en la santificación de los fieles- mediante una única fuerza -la del Espíritu Santo- bajo una feliz y maternal asistencia -la de María Santísima- y con un mismo fin supremo: la gloria de Dios Padre.

Y en este infinito e insondable océano de misterio y de amor estamos nosotros. Iglesia militante, purgante y triunfante.

Tracionales y progresistas

En ningún momento se habla de “tradicionales” y “progresistas”; de izquierdas y derechas; de conservadores y modernistas. Tales adjetivos no caben en la santidad de la Iglesia, instituida por Dios Hijo en su Amor redentor; santificada por Dios Espíritu Santo en su Amor santificador; ordenada para la gloria de Dios Padre en su Amor perpetuamente creador e infinitamente creativo y desbordante de belleza, sabiduría y perfección, atributos que, dicho sea de paso, también son propios de la Iglesia.

Mucho ayudaría que, los que ahora peregrinamos al Reino, vayamos entendiendo que la barca de la Iglesia es tan grande –¡pero tan grande!– que perfectamente cabemos todos los carismas, caracteres, culturas y tradiciones; que la Iglesia no es un ring, ni una palestra de sofistas; que no necesitamos conquistar territorios en su seno pues toda ella pertenece a Jesucristo; que es más –¡mucho más!– que aquello que alcanzamos a mirar en nuestro metro cuadrado existencial; que la alabanza y gloria a Dios se da esencialmente en los corazones de los fieles que navegan en ella, no en los ritos y tradiciones; los cuales son muy necesarios e importantes porque expresan y celebran lo que creemos, pero no sustituyen ni determinan la disposición de los corazones de los fieles, según las tres virtudes teologales que deben prevalecer en la comunión fraterna: la Fe, la Esperanza y la Caridad.

Adjetivos (des)calificativos

Ayudaría que sustituyamos los adjetivos (des)calificativos por un anhelo de comunión fraterna; la ambición de uniformidad, por un ardiente deseo de unidad; la capilla privada, por la Catedral Primada de san Pedro y sus sucesores.

Si así fuera, los que ahora se reconocen y honran de ser "tradicionales" dejarían de mirar con recelo a los "progresistas" que están en la orilla opuesta de la misma barca, y señalarlos con sentido acusador de tontos, modernistas ya condenados, irreverentes, ignorantes y ahistóricos. Y lo mismo sucedería cuando estos últimos dejen de mirar hacia abajo a los primeros, con un gesto de desprecio por considerarlos conservadores, cerrados, anacrónicos, fanáticos y anticuados.

Si de algún nombre debemos honrarnos es el de cristianos; así, sin apodos. Tal vez en distintas posiciones de la barca de la Iglesia –unos en proa, otros en popa; unos a babor, otros a estribor; unos en el puente de mando, otros en cubierta y otros más al fondo de la coraza–, pero todos dentro, todos Cuerpo, todos Iglesia, todos sujetos al mismo Capitán, todos bajo una misma vela: la cruz de Jesucristo, y todos impulsados por un mismo viento: el del Espíritu Santo.

¿Carnales o espirituales?

Hace unos dos mil años, san Pablo se dirigió a los fieles de Corinto con estas palabras:

“Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche y no alimento sólido, pues todavía no lo podíais soportar. Ni aun lo soportáis al presente; pues todavía sois carnales. Porque, mientras haya entre vosotros envidia y discordia ¿no es verdad que sois carnales y vivís a lo humano? Cuando dice uno 'Yo soy de Pablo', y otro 'Yo soy de Apolo', ¿no procedéis al modo humano?

¿Qué es, pues Apolo? ¿Qué es Pablo?... ¡Servidores, por medio de los cuales habéis creído!, y cada uno según lo que el Señor le dio. Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo, ya que somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios, edificación de Dios.

Conforme a la gracia de Dios que me fue dada, yo, como buen arquitecto, puse el cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo".

¿Si hoy san Pablo tuviera qué escribirnos una carta, usaría las mismas u otras palabras?

¡Inconmensurable!

Hace unos cincuenta años, don Efraín González Luna escribió un autógrafo inédito a Moisés Frías (padre del autor de este artículo), que reza: "El sistema métrico de Dios hace estallar las pobres medidas humanas".

En efecto, cualquier medida, pensamiento, y visión que tengamos acerca de la Iglesia, estalla ante la colosal presencia, gracia, Misericordia y Providencia de Dios. Si lográramos balbucear algo de este infinito misterio de amor, sería suficiente para proclamar, jubilosos, que la Iglesia es, realmente: “una, santa, católica y apostólica”. Creer en tales atributos debe llevarnos a considerar, al menos, que también hay Iglesia más allá de los muros de mi capillita.

Se le atribuye a san Juan XXIII, Papa, un pensamiento metafórico que, en su sencillez y belleza resulta un urgente llamado a la conciencia de todos los católicos: “mi labor en la Iglesia se parece más a cultivar un jardín que a conservar un museo”.

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