María Elizabeth de los Rios Uriarte es profesora e investigadora de la facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac en Ciudad de México. Entre los temas que trabaja se encuentran la bioética clínica, la inteligencia artificial y los derechos humanos o la eutanasia.
Además, la doctora de los Ríos es Scholar Research de la Cátedra UNESCO en Bioética y Derechos Humanos. Miembro de la Academia Nacional Mexicana de Bioética. Miembro y secretaria general de la Academia Mexicana para el Diálogo Ciencia-Fe y una apasionada divulgadora de los principios fundamentales del pensamiento cristiano en temas tan olvidados como el de esta entrevista.
Aleteia: A veces, encontrar la etimología de las palabras, por ejemplo de la palabra “matrimonio”, esclarece debates y fija posturas, ¿no es así?
María Elizabeth: Así es. Desde sus mismas raíces etimológicas: “matri”: madre y “monium” condición o estado, la palabra matrimonio refleja ya una asociación con un vínculo que cuida “maternalmente” es decir, no solo atiende lo que ya está sino que sigue dando vida (una función específica de una madre es dar vida, tener hijos y darles la posibilidad de nacer).
¿Habrás oído que muchas parejas se casan “por un tiempo” y “a ver qué pasa”?
Así es, pero hay que cambiar la idea radicalmente. El matrimonio no es solo una condición temporal que luego desaparece pues, al igual que ser madre no es algo que se elimine ni siquiera ante la muerte del hijo, el matrimonio que adquiere esa función de cuidar y transmitir la vida, establece un vínculo y un compromiso sólido y atemporal.
¿Qué funciones cumple el matrimonio tal y como lo conocemos?
A mi juicio, el matrimonio tiene dos funciones: establecerse como talante de relaciones humanas duraderas y fundamentadas en el amor; y transmitir valores que forjen personas para el bien y buscadoras de la verdad.
Aunque parezca obvio, se nos olvida que esa transmisión de valores es lo que genera –desde la familia—sociedades sanas….
La familia es el vínculo primero, más íntimo y a la vez, más imperecedero de la construcción de relaciones sociales que tengan a la base la confianza mutua, la afectividad sana que busca el bien y la libertad del otro;(también) le confirma en su identidad y en su valor como persona y que le prepara, en un ámbito de libertad, para una toma de decisiones responsables que lo lleven a contribuir a la mejora continua de su entorno social y de su comunidad.
Es en la familia donde se convive desde lo que uno es y en donde es más plenamente aceptado y acogido, por ello, los cimientos de la generosidad, la sinceridad, el diálogo transparente y el entorno seguro provienen del matrimonio y de la familia que éste compone.
Ante tanta violencia y desgarro del tejido social en México, ¿no habremos olvidado la función de la familia, por lo tanto del matrimonio, de ser formadora en valores?
Estoy convencida que del matrimonio, como transmisor de valores, se desprende que estos vayan desde los que versan sobre temas económicos -considerando que el matrimonio también une los esfuerzos de dos personas hacia un bien común y practica, por ello, el ahorro, la buena distribución de los recursos ganados y la justicia en tanto que realiza un plan para que nunca les falte nada-. Pero, también, los valores que se gestan en el matrimonio son de tipo afectivo, al dar testimonio de un compromiso que se funda en una dimensión ontológica y no en las circunstancias particulares de cada uno que pueden cambiar en cualquier momento.
¿Es cierto que en el matrimonio se pierde la individualidad?
No, para nada. El matrimonio se constituye en una unión de dos personas que, sin perder su individualidad, deciden vivir y experimentarse como uno y, por consiguiente, orientan su voluntad a la construcción de una nueva entidad entre el “tú” y el “yo”.
¿Y los valores cívicos, los éticos?
No hay que olvidar tampoco que, dada la dinámica que surge en un matrimonio, se requieren normas y principios que orienten la conducta hacia el bien mayor, es decir, hacia la superación de los propios deseos para la búsqueda y consecución del bien de ambos.
Al formar una familia, se les enseña a los hijos a vivir el respeto, la tolerancia, la escucha atenta, y, sobre todo, a entender que cada uno tiene una responsabilidad y que, de no hacerlo, las cosas no salen bien; es decir, de algún modo, la participación también nace con el ejemplo de los padres que, unidos en matrimonio, enseñan a dar y a darse en el ánimo de lograr el bien de todos.
Imaginemos a un matrimonio recién establecido: ¿qué deben tomar en cuenta con respecto al papel del matrimonio en la sociedad y en la transmisión de valores morales e incluso religiosos?
Que cuando un matrimonio da ejemplo de estos valores, quienes se encuentran a su alrededor -o bien, si tienen hijos- verán un verdadero ejemplo de solidaridad, de justicia, de superación de obstáculos, pero, sobre todo, de que el bien, la verdad y la belleza no se consiguen en solitario sino junto con los otros, siempre acompañados, siempre en comunidad; y de ahí podremos pensar que el tejido social necesita reconstruir los lazos personales y comunitarios y volver a formar cuerpo.
Nos necesitamos unos a otros y la primera experiencia de esta necesidad se da en el matrimonio.