En el Evangelio, Jesús dice: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo" (Jn 15,9). El Hijo de Dios tiene un amor infinito por todos. Para convencerse de ello, basta con ver sus innumerables atenciones a cada persona durante su vida terrena: los numerosos milagros y curaciones, su misericordia hacia los pecadores, su ternura hacia los pobres, su compasión por los afligidos...
Para seguir mostrando su amor a los hombres, Cristo dio al mundo la Eucaristía. Quiere que estés con Él. Te invita a la Última Cena porque quiere que seas su amigo. También hoy, en la Eucaristía, repite en el corazón de todos los creyentes: "No me han elegido ustedes a mí, los he elegido yo a ustedes" (Jn 15,16).
Aceptar este amor es también reconocer nuestra propia indignidad y nuestras innumerables debilidades. Sin embargo, Jesús nos exhorta a volvernos hacia Él, como si nos dijera a cada uno de nosotros: Ven y siéntate a mi lado. Ven con todo tu cansancio y reclina tu cabeza sobre mi pecho. Así es como el latido de Dios acuna el corazón del hombre.
El amor de Cristo en la Eucaristía
El alma anhela ser amada infinitamente, y ningún sentimiento humano puede colmar este deseo. Esta hambre y sed de amor solo pueden ser satisfechas por el amor de Cristo. Este amor se da como alimento, a través del Pan de vida, que llena verdaderamente el corazón humano. A través de la Eucaristía, el amor de Jesús llega a todos, y es un amor que alimenta constantemente.
El amor de Cristo en la Eucaristía se expresa de modo especial en su Cuerpo entregado y en su Sangre derramada por cada ser humano. Es un amor sacrificial. Este sacrificio, a su vez, vuelve el alma hacia Dios porque, como escribe el cardenal Ratzinger: "El sacrificio consiste en hacerse totalmente receptivo a Dios y dejarse invadir completamente por Él".
Al recibir el amor sacrificial de Jesús en la Eucaristía, cada uno de nosotros participa a su vez personalmente en su sacrificio. Al sacrificarse, el Señor ha asegurado a cada ser humano su Presencia, en el centro mismo de sus múltiples preocupaciones. Aunque el pecado haga al hombre culpable y avergonzado, el amor de Jesús no le abandonará. La ofrenda sacrificial de sí mismo en la Eucaristía es precisamente "para el perdón de los pecados".