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Los historiadores recogen los grandes acontecimientos e intentan explicar por qué ocurre lo que ocurre, intentan expresar mediante conceptos ese flujo y reflujo. Pensemos en intentos notables como Arnold J. Toynbee (Estudio de la historia), Giambattista Vico (Scienza nuova) o Hegel (Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, así como Fenomenología del Espíritu).
Alessandro Manzoni (1785-1873) se hace eco de la época en que sitúa su relato. Hace, incluso, unas consideraciones en torno al sentido de la historia. Sitúa la narración en una época a la que dedica explícitamente algunos capítulos. Pero su novela histórica Los novios (I promessi sposi, 1827) supone un giro radical respecto al planteamiento que hemos indicado.
En Los novios están presentes las delimitaciones de espacio y tiempo que constituyen la historia: el relato transcurre en Lombardía entre 1628 y 1630, bajo gobierno del imperio español. Es destacable la descripción del avance de los soldados, el impacto de la guerra en la población civil, las revueltas o la peste que asoló Milán en 1630. Todo eso, que constituiría la sustancia del enfoque de un historiador, en Manzoni es el telón de fondo, el contexto en el que transcurre lo importante o, por usar una metáfora, se trata del decorado sobre el que se desarrolla la obra de teatro.
Todo eso está presente y, por eso, Los novios es una novela histórica. Pero el asunto es otro. Manzoni pone el foco en Renzo y Lucia, una joven pareja de situación modesta que están prometidos. La narración comienza el día en que se va a celebrar la boda.
Renzo y Lucía y el lector (si es que, al final, no son lo mismo) no merecerían ni una nota a pie de página en la obra de Hegel, Vico o Toynbee. El saber histórico, «la historia, puede ser considerada como una guerra contra el tiempo, pues hace revivir los olvidados hechos del pasado»: Mesopotamia, Egipto, Grecia, incas, mayas, aztecas y tantos otros son objeto del saber histórico. Pero todos pasaron y ya no son.
Fueron grandes pero no son nada. Como nuestro tiempo, con lo que tiene de terrible y maravilloso: también será pasado. Pero ¿y el lector? ¿y nuestras vidas? Es sabido que las vidas son los ríos que van a dar al morir pero también podría ser que el hombre sea eterno; se produciría entonces la paradoja de que Renzo y Lucía, y el lector y cada uno de los hombres (si es que, al final, no son lo mismo) sobrevivirían a todos los cambios, convertirían a esas civilizaciones, esos acontecimientos, en mero decorado.
Renzo y Lucía se han prometido, tienen sus planes. Vivirán su vida «como una representación teatral en cuya escena dominará el mal, aunque habrá también ejemplos de sublime bondad», vivirán como todos, flanqueados por «bondad angelical opuesta a las operaciones diabólicas; buontà angeliche, opposte alle operationi diaboliche».
El mundo, el decorado de nuestra vida, está poblado de poderosos. Algunos de ellos viven su vida conscientes de que «Dios me ha dado bienes para que haga el bien». Otros, usan su superioridad para satisfacer sus caprichos y oprimir a los débiles. Eso ocurre con Don Rodrigo, el cacique local, que se encapricha de Lucia y decide hacerla suya impidiendo el matrimonio.
Quienes son como Don Rodrigo «podrían ir al paraíso en carroza, y quieren ir a la casa del diablo a la pata coja» pero sus actos, sus vejaciones, no sólo los degradan a ellos. Ocurre también que ponen a los débiles en una situación angustiosa: «Los provocadores, los tiranos, todos los que, de un modo u otro, ofenden al prójimo, son reos, no sólo del mal que cometen, sino también de la perversión que llevan al ánimo de los ofendidos».
El sacerdote que había de oficiar la ceremonia nupcial es la primera víctima de Don Rodrigo. Don Abbondio, que así se llama el párroco, «no había nacido con un corazón de león», no destaca por la fortaleza de ánimo. Conoce el mundo, saben quién y cómo manda y se preocupa sobre todo de no pecar «contra algún poderoso, contra algún vengativo». Cuando el tirano presiona para que no se celebre la boda, encuentra al párroco «Disposto… disposto sempre all’ubbidienza».
Hay poderes de este mundo que pueden, incluso, matar el cuerpo. Y hay también poderes espirituales que deben contribuir a la salvación del hombre.
Si la cobardía de ese párroco, y hay sacerdotes así, provoca injusticias y desesperación en el ánimo de los humillados y ofendidos, no es menos cierto que también hay otros que están dispuestos a dar su vida por el más pequeño, por el más débil, por el más necesitado. Y el más necesitado, no lo olvidemos, es el que ha envilecido su alma como ocurre con el más tirano, con el más temible de los verdugos que aparece en la novela al que, finalmente, «nos veremos obligados a llamar el innominado». También el innominado es hombre, también tiene conciencia y alma, también es responsable de sus actos y del sufrimiento que ha ocasionado y, por terminar, también es amado, no porque él lo merezca sino porque el Amor es la sustancia de todo lo que hay.
Si la cobardía de Don Abbondio genera desaliento, ese poder espiritual que es la Iglesia cuenta también con mucha gente valiente, digna y santa. Durante la peste de Milán murieron ocho de cada nueve eclesiásticos; estuvieron en los lazaretos, cuidando y atendiendo espiritualmente a quienes los necesitaron. Se habían ordenado para eso, para ayudar a los fieles a entrar en el paraíso, no para ser "prudentes" y ponerse a salvo ellos mismos.
Cicerón dejo dicho que la historia es magistra vitae, que los acontecimientos están a disposición de quien quiera aprender para dirigir honorablemente la vida.
En ese sentido, Los novios muestra a diversos personajes (Renzo y Lucia, pero también otros y el mismo lector si es que, al final no son lo mismo) que, todos, llevan el fardo de su pasado, de sus fallos, de sus pecados. Y Renzo reacciona con ira, con deseos de venganza, pero se encuentra a gente poderosa que puede aplastarlo y con gente poderosa que puede ayudarle. Y se equivoca, y rectifica. Y descubre la esclavitud del resentimiento y la liberación del perdón.
Porque la experiencia muestra que nuestras vidas van alternando épocas afortunadas e injusticias, auxilio y opresión, vitalidad y enfermedad y, por fin, la muerte. Y esto afecta a todos, que llueve sobre justos e injustos. Y todos mueren, pero unos para la desesperación (que, al decir de Dante, es la puerta del Infierno: Lasciate ogni speranza o voi ch'entrate), y otros mueren para preparar la resurrección gloriosa.