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El mundo se divide entre pobres y ricos. Y entre egoístas y generosos. Entre quienes se encierran en su caparazón y aquellos que miran al mundo y quieren hacer de él un lugar mejor.
Juana Ross Edwards lo tenía todo. Literalmente. Era una mujer hermosa y rica. No tendría por qué haberse preocupado de nada. Le sobraba el dinero. Le sobraba la riqueza material. Pero ella no se quedó en su caparazón. Salió de él para darlo todo. ¿Y por qué lo hizo? Porque sentía una necesidad imperiosa de seguir el ejemplo de Jesús, de poner en práctica la Caridad Cristiana y hacerlo hasta el último aliento de su vida.
La Serena, un bonito rincón de Chile, vio nacer a Juana el 2 agosto de 1830 en el seno de una familia rica. Tenía nueve hermanos y todos ellos crecieron con el cariño de sus padres, el cónsul escocés David Ross Gillespie y Carmen Edwards Ossandón. En la primavera de 1851, Juana se casó con su tío Agustín Edwards Ossandón, fundador de uno de los bancos más importantes de Chile. Con él formó su también extensa familia de ocho hijos a los que tendría la desgracia de sobrevivir.
Tanto en su casa paterna como en su nuevo hogar conyugal, Juana Ross podría haber sido una de aquellas mujeres dedicadas al lujo, a las fiestas y a la ostentación desmesurada, porque dinero no le faltaba.
"Podría haber lucido y hasta haber impuesto en la Sociedad, en privilegios de cumbre, su belleza perfectamente equilibrada, realzada con el engaste que puede dar el dinero. Ella prefirió otra cosa. Prefirió hacer de su corazón una enorme hospedería, que de su cuerpo un ídolo feliz".
Pero como si de un voto de pobreza se tratara, tanto ella como su marido tuvieron una vida sencilla y decidieron dar todo lo que tenían a los que más lo necesitaban. Y lo hizo siguiendo el ejemplo que había conocido desde niña. Porque su hogar rezumaba riqueza material, pero también espiritual, y Juana fue educada en un entorno cristiano, en el que aprendió a amar a Dios y al prójimo.
"Los cimientos de doña Juana eran la educación cristiana, los principios de severa virtud, inculcados en la niñez, vividos en el primer hogar, cultivados en la adolescencia con el ejercicio de la piedad, abrazados luego con el conocimiento y la lógica entera y sana, y alimentada, por fin y sobre todo, por la eficacia de la Gracia sobrenatural, ayuda sin la cual el cristiano no puede avanzar en el camino de la Santidad".
"Doña Juana tenía algo del águila. El águila se eleva muy alto para abarcar un dilatado panorama. Ella se elevó hasta las cimas de su espíritu alumbrado por la luz del Evangelio y vio desde luego que en el puerto de Valparaíso no era todo intenso movimiento comercial ni actividad bancaria ni tampoco era todo en la ciudad, muy de lejos de esos, dulzura de un grupo de felices hogares nadando en bienes, abundancia y alegría".
Juana Ross dejó a un lado los palacios y las joyas y centró su atención en los pobres, en los desarrapados, en los huérfanos, enfermos y abandonados. Y vio la oportunidad de poner en práctica todo lo que de Jesús había aprendido en su infancia. Apoyada de manera incondicional por su marido, Juana se volcó en la fundación de hospitales, asilos, orfanatos; ayudó a mejorar las condiciones de varias órdenes religiosas dedicadas a la beneficencia.
Por citar solo algunas de las instituciones que nacieron gracias a su generosidad, podemos nombrar el Hospital de San Agustín de Valparaíso, la Escuela Asilo de la Providencia también en Valparaíso, un hospital en La Serena y en Copiapó, el Asilo de Lourdes, la Escuela Parroquial de Coquimbo...
En 1855, Juana Ross participó en la fundación de la Sociedad de Beneficencia de Señoras de Valparaíso, en la que ocupó el cargo de tesorera y tiempo después asumió su presidencia. "No era de aquellas personas que se sienten con la conciencia liviana y libre de toda responsabilidad sobre la gran miseria humana cuando han hecho una limosna a un pordiosero".
Juana Ross se implicó no solo dando dinero y tierras, su hogar estaba abierto para realizar las actividades que fueran necesarias, como realizar vendajes en tiempos de guerra, y acudía a los orfanatos y asilos para ayudar personalmente cuando era necesario.
Así mismo, colaboró con las Hermanas de la Caridad, participó en la Hermandad de Dolores y colaboró en la reconstrucción y mantenimiento de iglesias. "Ella da a esas actividades el carácter de obligación; ella enfocaba aquello no en la esfera de lo bien visto, no de la rutina, ni aún en la de las prácticas de piedad, sino que infinitamente más alto en los designios eternos de la Justicia Soberana y en el Plan de la Redención divina que hace a todos los hombres hermanos dos veces".
En la década de 1880, Juana Ross, acompañada de algunos familiares, se embarcó rumba a Europa. Pero no iba a emprender un viaje de placer, el suyo iba a ser un viaje con la misión de entrar en contacto con otras mujeres que como ella querían ayudar a los demás y con distintas órdenes religiosas que igualmente realizaban trabajos benéficos.
En 1884 estaba en Roma, donde fue recibida por el Papa León XIII. "Habiendo sido instruido el Santo Padre por sus prelados sobre las grandes obras de caridad llevadas a cabo por la señora chilena, se interesó vivamente por ellas y distinguió a nuestra peregrina de una manera extraordinaria". La encíclica Rerum Novarum que escribiría en mismo pontífice en 1891, tendría gran impacto en Juana quien impulsó la Unión Social de Orden y Trabajo así como otros centros benéficos para los trabajadores.
"Sabía que sola ella no cambiaría el triste estado de las cosas en el mundo pero que, con la Gracia de Dios - de la cual se hartaba su alma en la frecuente recepción de los Sacramentos - y con el concurso de sus semejantes, podía hacer dar a su tierra un paso siquiera en el camino de la verdadera civilización que no puede ser otra sino la Justicia del Evangelio".
Juana Ross ayudó a los hermanos salesianos a instalarse en Chile, donando sus tierras para que pudieran construir sus primeros centros en el país.
"Doña Juana se había lanzado sin freno en la carrera de la Caridad. Habíale tomado el secreto sabor a aquel placer que trae consigo el dar sin esperar pago, el hacer el bien sacrificando de lo suyo. Ese placer embriaga a las almas santamente generosas hasta el punto de hacerles despreciar la prudencia de los cálculos humanos".
Cuando en 1906 un terremoto sacudió Chile, el mundo se derrumbó a sus pies. Su hogar quedó maltrecho. Pero Juana, una entonces anciana de setenta y seis años, no se lamió sus heridas y, de nuevo, salió a la calle a asistir a los demás. Con sus riquezas, que aún eran muchas, ayudó a la reconstrucción.
El 25 de junio de 1913, Chile entero lloraba la muerte de la gran benefactora Juana Ross Edwards. Multitudes quisieron darle el último adiós, se celebraron misas en su memoria en muchas iglesias del país y se le dedicaron oraciones como esta: "Ella abrió sus manos al indigente y las tendió a los pobres infortunados. Sus hijos la proclamaron bienaventurada. Y sus propias obras la ensalzan en las públicas asambleas".
El legado de Juana Ross continuó vivo tras su muerte. En su testamento dejó todo lo que aún le quedaba a obras de beneficencia e instituciones religiosas y benéficas, además de legar diez millones de pesos al Arzobispado de Santiago para el mantenimiento de las iglesias.
Como bien dijo Carmen Valle, "la mayor grandeza de doña Juana estribaba en su amor a Jesucristo".
Nota: Citas extraídas de la obra Un alma cumbre, de Carmen Valle.