Miguel de Unamuno (1864-1936) aborda con su radicalidad habitual esta leyenda. Porque Don Juan, al decir de la Inés unamuniana «hasta ni existió». Así siente Inés y así se lo dice al mismo Don Juan.
El Tenorio que Unamuno saca a escena en El hermano Juan o el mundo es teatro (1929, publicado en 1934) es singular. La obra consta de un prólogo que es, en realidad, un breve ensayo sobre el donjuanismo, al que sigue una pieza de teatro cuyo personaje central es «Don Juan Tenorio, el famoso burlador de Sevilla…, un juerguista, un badulaque».
Tras Tirso y Zorrilla, el mito de Don Juan ha sido muy visitado y revisado. Con toda seguridad, Unamuno había leído algunos acercamientos célebres, como el de Molière (Don Juan ou le festin de pierre, 1665), el libreto de Da Ponte para la ópera a la que pone música Mozart (Don Giovanni o Il dissoluto punito, 1787) o Kierkegaard (Los estadios eróticos inmediatos o el erotismo musical, 1843, dedicada a comprender el Don Giovanni de Mozart).
Con estos elementos, Unamuno hace una lectura de Don Juan sumamente original en múltiples aspectos. Señalaré sólo un par de detalles para que el lector interesado pueda acudir a la obra original y seguir descubriendo y disfrutando.
Seremos nada
Para empezar, Don Juan nació, fue niño, y dio sus primeros pasos en Renada. Sí, la misma región en la que dos años después sería destinado un párroco bueno y santo (San Manuel Bueno, mártir, 1930). Re-nada es un territorio del espíritu, una comarca del mundo unamuniano, donde la nada de la existencia se repite y se patentiza.
Esa sensación de mundo finito, tiempo que corre hacia su fin, de la vida que es un río que va a parar al mar, que es el morir. Quedará nada cuando llegue la muerte. Mientras vivimos (si es que eso es vida) en la antesala que es nada y menos que nada: Renada.
El Don Juan de Unamuno se siente, en suma, cercado por la muerte. Y es obvio que el juerguista y libertino no puede serlo plenamente si le atenaza la idea de la muerte: el deseo, el goce, lo dice Nietzsche, quiere ser eterno.
El Tenorio unamuniano es consciente, reflexivo. Así comprende su vida: «Lo que no olvido es que piso tablado», vivir es actuar sobre un escenario, «el teatro es la primera de las verdades… la más verdadera…». Don Juan es un personaje y, como a todos, le ocurre que «en este teatro del mundo, cada cual nace condenado a un papel, y hay que llenarlo so pena de vida…».
Como todo personaje teatral, Don Juan siempre tiene presente al público: «¡De él vivo! ¡En él vivo!» o, lo que es lo mismo, «lo que le atosiga es asombrar, dejar fama y nombre», como todo actor, quiere «ser mirado, ser admirado, y dejar nombre».
Incapaz de querer y de dejarse querer
El actor sabe que puede aspirar a ser mirado y admirado. Por el público, por las mujeres. Pero precisamente por eso queda claro que su éxito estriba en ser mirado y admirado o, dicho de otro modo, su oficio es seducir, conducir la atención de otros hacia sí mismo. A cambio, ocurre que él no quiere, no puede querer, a otros. El erotismo de Don Juan consiste en quererse a sí mismo. Por eso lleva una lista de sus conquistas, como todo seductor, como todo libertino. Su grandeza tiene las dimensiones de su lista.
Y Juan descubre que eso no es vida, que eso no es ser un hombre, que él puede suscitar amor en ellas pero no puede hacerlas mujeres ¡porque él no es un hombre! Tendría que salir de su papel, tendría que dejar de centrarse en su goce y dirigir su atención a la mujer, y quererla. Tendría, y eso es más difícil, que hacer lo que le dice Elvira: «déjate querer». Juan no puede, no sabe, no quiere; tendría que abandonar el teatro, renegar de su papel.
Pero en Renada todo ocurre así: se sabe que las cartas están echadas, se sabe cómo van a ocurrir las cosas. El hermano Juan de Unamuno es un Tenorio consciente de lo que es la vida en Renada, por eso no es el disoluto de Mozart, ni el libertino Casanova, ni el despreocupado burlador de Sevilla.
La vida, un teatro
La vida es teatro, ficción, apariencia y, en suma, nada. Para superar esta triste condición habría que despojarse de los ropajes y circunstancias. Eso ocurre con toda función de teatro: cuando cae el telón, descubrimos que ni el rey era señor ni el esclavo siervo sino que todos eran actores.
El Juan que nos pinta Unamuno es uno más de nosotros, un hombre de carne y hueso, hermano de todos los hombres. Si la vida de todos y cada uno es teatro, si somos actores, si representamos un papel, entonces el público juzgará y cuando caiga el telón se verá si es verdad que «hay en derredor un Dios que nos ve el corazón al desnudo…», un Dios que ve lo que somos realmente.