No es fácil entrar en la presencia de Dios y menos de forma inmediata. Esta experiencia requiere ejercitarnos en un silencio interior y exterior.
El silencio nos permite entrar en nosotros mismos, escuchar al Padre y asemejarnos al Hijo, puesto que Él vivió especialmente esta virtud en su relación con el Padre.
Para disponernos en oración a la presencia de Dios podemos considerar acallar nuestra nuestra mente, nuestros ojos y nuestra boca.
El silencio de boca nos permite acallar nuestras palabras para escuchar las de Dios y las de los demás.
En los momentos de desolación, Cristo habla por medio de las personas y en la oración nos habla directamente.
El silencio de los ojos nos ayuda a ver a Dios en la realidad. Los ojos son como dos ventanas a través de las cuales Cristo y el mundo penetran en nuestro corazón. Muchísimas veces necesitamos un gran valor para tenerlos cerrados.
El silencio de la mente y del corazón nos permite guardar las cosas en el interior, hacer espacio para Dios y su Palabra. Nos permite acallar nuestros pensamientos internos para permitir que sean los pensamientos y sentimientos de Dios los que nos habiten.
El silencio nos proporciona una visión nueva de todas las cosas. Lo más importante no es lo que decimos, sino aquello que Dios nos dice y lo que dice a través de nosotros.
Jesús está siempre pronto a entrar en contacto con nuestro interior en el silencio. Allí nosotros lo escuchamos, Él habla a nuestro espíritu y nosotros podemos escuchar su voz.
En el silencio encontramos una nueva energía y una genuina unión con Él. Su fuerza será nuestra fuerza para poder cumplir bien nuestras tareas, por la unión de nuestro pensamiento con el suyo, de nuestras acciones con sus acciones y de nuestra vida con su vida.
Desde estas disposiciones comenzaremos a ejercitar, desde el exterior, nuestro interior, para recoger nuestro ser en Dios y poder recibir todo de Él.
Para ello nos ayuda también cuidar otros aspectos:
La postura
La postura del cuerpo induce a una determinada respuesta interior. Las tensiones del cuerpo nos provocan distracciones, mientras que el equilibrio corporal favorece el sosiego y la armonía.
La respiración
La respiración dispone también nuestro interior. Dejemos que Dios entre en nuestra respiración. Así habla Él, aunque no se lo notemos.
Podemos acallar nuestra respiración desde el interior desde la inspiración, respirar con el diafragma y esperar la Palabra que brota de dentro.
La distancia
Tenemos que saber distanciar nuestra conciencia o mirada interior de nosotros mismos para poder ver bien nuestra agitación interior como meros espectadores. Así alcanzaremos el sosiego interior.
Todo esto aportará a hacer de nuestro encuentro con Dios una experiencia completa que involucre todo nuestro ser.