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Reconozcámoslo. A primera vista puede sorprender que en una publicación católica se hable bien (muy bien incluso) de una serie que se titula "Lucifer" y que tiene como protagonista al Diablo, al auténtico príncipe de los infiernos.
Y, sin embargo, tras su apariencia posmoderna, libertina, a ratos provocadora y escéptica, se esconce un verdadero "caballo de Troya" al servicio de un puñado de verdades esenciales de la fe. Porque, en medio del descreimiento habitual, "Lucifer" no sólo nos recuerda, bastante en serio, que existen el cielo y el infierno, y que eso tiene consecuencias, sino que, además, habla de Dios, del pecado, del desprendimiento y del poder transformador, sanador y salvador del amor.
En "Lucifer" encontrará el espectador paciente, el que renuncie a juicios impulsivos y tenga capacidad para ver más allá de las primeras apariencias, algunos de los momentos más intensos y arrebatadores de la televisión. También algunos de los más conmovedores y románticos. Capaces de tocarte por dentro.
Su convicción acerca del poder transformador del amor no es frívola ni superficial en modo alguno, ni un mero recurso narrativo más o menos interesado. El amor del que "Lucifer" habla es aquel capaz de sacrificarse, de renunciar a uno mismo para entregarse al otro. Pero no por obligación, sino por una convicción profunda: porque no se quiere actuar de otro modo.
Hay un buen puñado de momentos de epifanía en la serie y todos ellos coinciden en resaltar una gran verdad: la mejora personal, la madurez, y la capacidad de vencer los miedos y el lado oscuro interior, requieren dejar de pensar sólo en uno mismo. En realidad, pasan por ser capaz de colocar al otro por delante, porque se quiere protegerlo y cuidar sus necesidades.
El debate sobre el libre albedrío, sobre si tenemos verdadera capacidad de elegir o estamos condicionados por el destino, aunque no lo sepamos, es uno de los temas centrales de la serie. La obsesión de su protagonista por rechazar las presuntas manipulaciones a que le somete su "padre" (Dios), su pueril autoafirmación, nunca son celebradas por el relato, que tiene claro que Lucifer está en un error. Pero le deja equivocarse y darse golpes emocionales, en un proceso de maduración inequívoco y con final admirable.
Y en este sentido juega un papel crucial el personaje de la psicóloga Linda Martin, que suele apuntar en la dirección correcta a la hora de abordar los conflictos y proponer soluciones, aunque no siempre sus pacientes le hagan caso.
En cierto modo, la manera que tiene la serie de relacionarse con su personaje principal tiene mucho que ver con el diálogo crucial que protagonizan una madre y una hija en uno de los últimos episodios. La hija, que acaba de descubrir la verdad sobre su vida, le pregunta a su madre: "¿Cómo pudiste soportar mis quejas y mi ira cuando tú sabías la verdad?".
Y la madre, que se encuentra en su lecho de muerte, a punto de expirar, responde: "Ninguna madre quiere ver sufrir a su hija, pero forma parte del trabajo". Y, en "Lucifer", el trabajo de los narradores consiste en que los espectadores descubran las verdades profundas que se esconden tras las travesuras, a veces irritantes, de su estrella sin evitarles los vaivenes, baches y altibajos del camino.
Lo que, por cierto, también puede, en gran medida, decirse de Dios. Porque la serie está llena de personajes que le recriminan todo tipo de cosas. No son capaces de entender que el Todopoderoso respete la capacidad de elegir de sus criaturas y su necesidad de descubrir las grandes verdades de la existencia por sí mismas. Como le ocurre al protagonista de estos relatos.
La serie juega durante muchos episodios al recurso de la "tensión sexual no resuelta", con Lucifer y la inspectora Decker aproximándose y alejándose, en un tira y afloja afectivo que, pese a todo, poco a poco va avanzando.
Pero lo más relevante es que la narración no teme llevar esa historia de amor a su culminación, con una escena magistral que evoca los votos nupciales en un contexto radicalmente diferente y sorprendente.
Y todavía podemos añadir que es capaz de hablar durante toda la sexta y última temporada, de la complicidad y felicidad conyugal. Sobre la base, claro, de que lo que pasa en el mundo narrativo que rodea a la feliz pareja protagonista es de todo menos convencional.
Hay que dejar claro, sin embargo, que todo esto ocurre en unos marcos narrativos que pueden incomodar a ciertos públicos, pues se toman muchas libertades. La serie se permite hablar y discutir, con gran seriedad y rigor, de asuntos inhabituales en la televisión -como la fe, la culpa, el silencio de Dios, el remordimiento o incluso el alma- pero la igualdad de género y la diversidad sexual no se discuten. Son las reglas del juego.
Una segunda advertencia tiene que ver con el tipo de licencias narrativas que la serie se permite. Todo comienza con la decisión de Lucifer de abandonar el infierno e instalarse en la Tierra, en Los Ángeles, para más señas, para divertirse y pasarlo bien.
Pero, para convertir a Dios, los ángeles, y otros personajes bíblicos (Caín, Eva, Adán…) en personajes de una historia de televisión, ‘Lucifer’ construye una especie de traducción de la mitología grecolatina al universo cristiano, con semidioses (los ángeles) que se mezclan entre los humanos, seres inmortales que irrumpen en la historicidad de los hombres, etc.
Y todo ello orientado a presentar a Dios como el padre de una familia un tanto conflictiva, a ratos incluso disfuncional, cuyos hijos (Lucifer, Amenadiel…) se quejan de sus silencios, de sus misterios y de que nunca saben bien qué quiere que hagan. Un recurso que sirve para poner en el centro de la historia el otro gran tema de la serie: justamente el del valor de la familia.
Todas estas licencias pueden desconcertar a algunos espectadores. No digamos ya cuando, en la quinta temporada, Dios decide "jubilarse" y se abre la disputa entre los arcángeles para decidir quién será su sucesor.
La mejor forma de acercarse a la serie es entender que la verdad del relato no está aquí, en las anécdotas narrativas, ni siquiera en la caracterización de los personajes, que también se toma muchas licencias -Lucifer no sólo no es el rey de la mentira, sino que se caracteriza por lo contrario, por decir siempre la verdad- sino en las cuestiones de fondo que se van desplegando a medida que avanza la historia y que habitualmente se presentan con notable tino, rigor y acierto.
Las reacciones a la serie no empezaron bien. Antes de que se emitiera ya se había puesto en marcha una recogida de firmas contra ella porque iba a contribuir a dulcificar la figura del diablo.
Sin embargo, con la serie ya avanzada, el medio católico National Catholic Reporter publicó una reseña positiva firmada por la socióloga de la religión Tia Noelle Pratt.
En su comentario explica que "Lucifer" "aborda la religión y los desafíos de la fe a través de la forma del drama familiar, la ficción procedimental (relatos de esclarecimiento de crímenes) y una historia de amor". Y así es. Aunque habría que añadir que en las últimas temporadas la serie se desmelena narrativamente y rompe el corsé de lo ‘policial’ incorporando otros recursos.
La existencia del cielo y el infierno nunca es banalizada en ‘Lucifer’, especialmente lo terrible de la realidad infernal. Y el pecado no es algo que surge ‘desde fuera’, sino algo que nace de dentro, y que no responde a ninguna manipulación ajena al sujeto, sino al juez más severo: la autoconciencia interior.
Aunque ‘Lucifer’ no le oculta a nadie su condición diabólica, nadie le toma en serio y quienes le rodean tienden a interpretar sus palabras como metáforas de un tipo un poco excéntrico o chalado.
Pero, a medida que avanza la historia algunos personajes de la ficción se enfrentan a la visión de su "rostro infernal", su verdadera realidad oscura más allá de la apariencia seductora de mujeriego y elegante. En esos casos la reacción siempre es la misma: "O sea que es verdad". Y el resultado, una toma de conciencia dramática acerca de lo que cada persona se juega en realidad con su comportamiento moral. No es nada fácil ver algo parecido a esto en la televisión.
Es verdad que ‘Lucifer’ se presenta como un tipo atractivo y simpático. Pero también como un egoísta y narcisista patológico, un hedonista desenfrenado y un frívolo con serias dificultades para comprometerse en serio con nadie. Rasgos todos ellos que, más allá de la caricatura con que se presentan en ‘Lucifer’, están abrumadoramente extendidos en nuestras sociedades.
Sin embargo, el contacto de Lucifer con la inspectora Chloe Decker, que por misteriosos motivos es inmune a su poder de sugestión, supone el inicio de un proceso de transformación largo y complejo a través del cual nos enfrentamos a una reflexión más profunda de lo habitual sobre la capacidad transformadora del amor y sobre su capacidad para derribar los muros protectores que levanta nuestro egoísmo.
Problemas como el del mal, y el enfado con Dios que suele provocar la muerte incomprensible de algún ser querido, son abordados por la serie con una complejidad inusual que delata la formación católica de su desarrollador Ildry Modrovich.
De igual modo, asuntos complejos como el silencio de Dios, y nuestra incapacidad para entender el por qué de lo que ocurre, o incluso qué desea de nosotros, se abordan de forma respetuosa.
Es una decisión inteligente, por ejemplo, que la serie no incorpore a Jesús como personaje (siendo como es el único ‘hijo’ real de Dios, teológicamente hablando). Los guionistas parecen ser conscientes de que sería un personaje muy difícil de gestionar narrativamente sin caer en lo ofensivo o banal.
En cambio, inventarse una ex mujer de Dios, con la que supuestamente compartió las tareas de la creación, es una licencia soportable siempre que el espectador pueda afrontar la serie con el talante adecuado.
Aunque ‘Lucifer’ está basada en un personaje de cómic creado por Neil Gaiman en el marco de su serie ‘Sandman’, la producción televisiva lo desarrolla de forma muy libre.
Cada episodio es un caso policial, habitualmente asesinatos, que el tándem formado por la inspectora Decker y el ‘asesor’ policial Lucifer deben resolver. Pero, por debajo, se va tejiendo otra trama de largo recorrido e implicaciones más profundas que es desencadenada por la atracción que ella despierta en el diablo.
Es verdad que el ‘Lucifer’ televisivo se reivindica como alguien muy diferente al que conocemos, como un mero castigador del mal, pero no como un incitador, o sólo indirectamente incitador. Pero no hay nada parecido a una banalización o legitimación del personaje.
De hecho, el diablo de Netflix es un personaje atormentado, que, en realidad, se odia a sí mismo. Es un alma en pena en busca de redención, aunque tarda mucho en aceptarlo. Su historia es usada para defender que todos podemos abandonar la oscuridad y abrazar el bien.
El drama de ‘Lucifer’ durante las primeras temporadas es que el amor incita al diablo a ser otro, a explorar otras dimensiones de sí mismo, lo que le genera todo tipo de conflictos. "¿No estaré intentando ser quien en realidad no soy?", se pregunta en algún momento. Pero siempre está la otra posibilidad: "Quizás puedo ser mejor de lo que me creía".
El desenlace de este dilema no decepciona en absoluto y nos presenta a Lucifer no sólo en su dimensión de ‘caído’, sino en la de alguien que es capaz de levantarse y redimirse de su monstruo interior. Un monstruo, por cierto, sobre el que la serie nos advierte, porque, en realidad, todos tenemos uno dentro dispuesto a ponerse en acción a poco que se lo permitamos.
Aunque a ‘Lucifer’ no le faltan atractivos, a poco que se sepa mirar, y, en cualquier caso, resulta muy entretenida, es obligado reconocer que sus tres primeras temporadas adolecen de una cierta irregularidad. Especialmente la tercera, la más larga de toda la serie, donde el espectador hallará algunos de los mejores y más insólitos momentos, pero también los más tediosos.
En las tres últimas temporadas, cuando las riendas de la producción ya son netamente de Netflix, la narración se vuelve más sólida y despliega una mayor gama de recursos, con excursiones muy divertidas a todo tipo de géneros (desde el cine negro, el musical o los dibujos animados). A cambio se infiltran en las tramas, en mayor medida que antes, algunos de los temas preferidos de los justicieros sociales y la corrección política: el racismo policial, la masculinidad tóxica, la escasa presencia de mujeres en carreras técnicas… Por fortuna, la sangre no llega al río y los temas se abordan con ánimo constructivo.
¿Y qué decir de su final? Aunque los productores dijeron en su momento que no querían un cierre feliz para su historia, es difícil no pensar que el que han ideado para su relato, más allá de su tono un tanto naif y bonachón, es uno de los más hermosos posibles. Un triunfo del amor en toda regla y en todos los frentes.