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Cine clásico: ‘Matar a un ruiseñor’ y la comprensión del prójimo

RUISEÑOR
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José Ángel Barrueco - publicado el 13/07/22
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Se cumplen 60 años del filme protagonizado por Gregory Peck

“Matar a un ruiseñor” (1962), el clásico de Robert Mulligan basado en la célebre novela homónima de Harper Lee, es una de esas películas que admiten diversas lecturas. Unos seis años atrás, con motivo de la muerte de la autora del libro, Jorge Martínez Lucena escribió para este espacio un estupendo texto en torno al filme, incidiendo en la particularidad de los bienaventurados que refleja Mulligan hacia el final.

Aquí vamos a revisarla desde otro enfoque (las apariencias engañan) y también vamos a animar a la nueva generación de espectadores a que la vea por primera vez y extraiga el jugo de sus enseñanzas.

Aunque suelo ver los blockbusters en general y las películas de Marvel en particular, a veces llegan momentos en que uno se nota saturado ante la pantalla por el exceso de ruidos y explosiones, multiversos, superhéroes, sagas interminables, tramas mezcladas y subtextos que huyen de la complejidad, y anhela regresar a los clásicos.

RUISEÑOR

Días atrás les pusimos a nuestros hijos “Matar a un ruiseñor”. Es un filme que nunca defrauda y que suele aportar nuevos descubrimientos en cada revisión, detalles que quizá antaño se nos habían escapado.

Nada más empezar, me di cuenta de que era la clase de largometraje que necesitaba en estos días: con personas dialogando, afrontando las miserias cotidianas (el acoso de la masa, los crímenes y las atrocidades, las habladurías, los enfrentamientos) sin vuelos por los aires ni poderes. Pocos personajes, un guión perfecto, una dirección solvente… Y un actor inmenso: Gregory Peck.

Atticus Finch: un modelo de templanza

Su personaje, el abogado viudo Atticus Finch, que vive en un pueblecito azotado por la Depresión y cuida de sus dos hijos, es un hombre que intenta ser justo, magnánimo, que da ejemplo a su familia mediante la templanza, la rectitud, la honradez, la palabra como método para educar y abrirse paso en el tejido social, la necesidad de ser fiel a los compromisos adquiridos y la perspectiva del prójimo: “No entiendes realmente a una persona hasta que consideras las cosas desde su punto de vista”, le dice a su hija.

Atticus tiene que defender en el estrado a un muchacho de piel negra, acusado de violar a una chica de piel blanca. El racismo está servido: medio pueblo mira con malos ojos a Finch, al que denominan “amigo de los negros”.

El relato, sin embargo, no es visto desde los ojos de Finch, sino de su hija Scout (Mary Badham), quien ejerce de narradora y cuenta lo que le sucedió a sus seis años, con lo que la película se convierte, además, en un análisis sobre el aprendizaje y el crecimiento en la infancia.

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Scout es un personaje ejemplar porque no es la niña que espera la sociedad, lo que rompe con las convenciones de aquellos años: quiere comportarse igual que su hermano, jugar a los mismos juegos y hacer las mismas travesuras; quiere igualdad. Scout define Maycomb como un lugar en el que no hay adonde ir ni nada que comprar porque no se tiene dinero para hacerlo. “El día tenía 24 horas, pero parecía más largo”, comenta: un síntoma perfecto de cómo se ve el tiempo en la niñez, con veranos eternos y miles de posibilidades diarias.

Es un pecado matar a un ruiseñor

Entre las actitudes de otras personas que contempla a lo largo del relato (los hombres que quieren linchar al afroamericano, la chica que miente en el juicio, el alcohólico que escupe a Finch…) y los consejos de su padre, Scout va aprendiendo que la vida no es tan sencilla como parecía: en un entorno cerrado y asfixiante como Maycomb, casi toda la gente se deja llevar por las apariencias, los rumores, el estado social o el color de la piel.

Así, la chica blanca a la que se supone que han violado no es tan pura e inocente como pensaban. Su padre, que ante los habitantes quiere ofrecer una cara de día, por las noches es un borracho violento. El acusado, que en principio no parece tener argumentos para su defensa, es alguien atemorizado por las actitudes esclavistas y censoras de los blancos.

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Pero es Boo Radley (Robert Duvall) el personaje esencial entre los secundarios. No le vemos hasta el final del filme. Hasta entonces, como Marlon Brando en “Apocalypse Now”, es una persona de la que hablan a menudo, un enfermo mental al que consideran monstruoso (un ser siniestro de dos metros que come gatos y ardillas, con cicatrices y babas y al que mantienen encadenado en casa).

Su papel será crucial en la película, y les demostrará a los niños, una vez más, que una cosa es la realidad y otra las leyendas que la gente erige mediante las habladurías y la obsesión por juzgar a las personas sólo por sus actos o por su apariencia. Es entonces cuando la frase del padre de Atticus cobra sentido: que “era un pecado matar a un ruiseñor”. No se puede matar a la inocencia.

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