La Semana Santa suele ser hoy una tradición que se debe mantener para conservar la identidad de nuestros pueblos. Pocas veces nos damos cuenta de lo que se vive en ella.
Cristo se ha unido de un modo tal a nuestra humanidad, que toda herida, dolor o sufrimiento de cada hombre, es suyo. Hay un precioso relato de José Luis Martín Descalzo para que en esta semana podamos recordar que siempre es Viernes Santo:
“Fue el Viernes Santo de 1937. Yo tenía por entonces siete años y fui con mi madre, como siempre, a la procesión. Aquel año fue triste.
En mi ciudad había pocos hombres porque toda la gente joven se había ido al frente, y, al parecer, los que quedaban en la población tenían bastante que sufrir con la guerra para ir a ver más dolor en los "pasos" de Semana Santa.
Pero la procesión salió a pesar de todo. Recuerdo que la tarde era plomiza y el cielo estaba tenso como si tratara de acompañar con su tristeza a todos los rostros.
A mi lado mi madre rezaba, y yo noté que estaba más nerviosa que nunca. Quizá porque en la figura de Jesús muerto veía retratado a mi hermano que estaba ahora en el frente.
Yo me aburría un poco. Aquellos días todo era hablarnos de la Pasión del Señor: en el colegio, en las interminables funciones de iglesia, hasta en la radio. Además, la procesión "me la sabía" de otros años.
Volvíamos hacia casa. Yo iba cansado, con ganas sólo de dormir, porque habíamos estado casi dos horas de pie viendo desfilar los pasos.
Me quedé cortado cuando, al entrar en nuestra calle, mi madre me soltó gritando: — ¡Hijo! —exclamó y, dejándome atrás, echó a correr hacia casa.
Yo no comprendí lo que pasaba. Vi sólo que mi madre corría y se había olvidado por completo de mí.
Vi entonces un coche parado ante nuestra casa y pensé por un momento que había vuelto mi hermano.
Pero en seguida me di cuenta de que el coche era una ambulancia. También yo sentí miedo entonces. Y corrí. Como un loco.
Cuando llegué a la ambulancia vi que sacaban una camilla y que una mujer, que no era mi madre, gritaba sobre el cuerpo sangrante.
Tardé unos minutos en reconocer a Manolo. ¿Estaba muerto? —pregunté. — Sí —dijo mi madre.
Se me hacía difícil recordar la cara de Manolo muerto. Le había visto sólo un segundo y estaba tan desfigurado...
Hice un esfuerzo y el rostro empezó a surgir ante mí en la oscuridad. Vi la frente ensangrentada y el pelo rojo y húmedo. La sangre coagulada pintaba un gran manchón sobre uno de los ojos.
Pero... ¿el rostro que me estaba imaginando era el de Manolo o el de los Cristos muertos que hacía unas horas había visto en la procesión? ¿Por qué se parecían tanto? ¿Acaso todos los muertos eran iguales?
Así entré en el sueño, y en él vi cómo al día siguiente repetíamos la procesión, pero ahora ya no iban en los "pasos" Jesús y María, sino Manolo y su madre, y las figuras ya no eran de madera sino de carne y sangre.
A la mañana siguiente mi madre me despertó acariciándome. Yo pregunté: — ¿Murió Manolo? — Sí. Y yo añadí: — Se parecía a Cristo, ¿verdad, mamá? Y ella contestó: — Sí. Nos parecemos todos.
De mayor he recordado muchas veces esta escena. Porque aquel día comprendí por vez primera que no era cierto que Cristo muriese "en aquel tiempo".
Comprendí que, a Pilatos, a Herodes, a Caifás, te los encuentras todos los días y en cualquier calle del mundo, y que, si uno vive con los ojos abiertos, ve brotar calvarios en cualquier esquina, a todas horas.
Comprendí hasta qué punto es verdad que "Cristo continúa en agonía hasta el fin de los siglos" y hasta dónde los hombres "completamos en nuestra carne lo que falta a la Pasión de Cristo".
Ya desde entonces sentí la necesidad de contar esto: que nada sucedió "en aquel tiempo". Que todo: sucedió ayer, hoy. Porque siempre es Viernes Santo.