En "Hora de irse", artículo compilado en el libro Cerezas en el escondite, el escritor Tomás Sánchez Santiago reclamaba que en la enseñanza temprana impartieran cine a los alumnos, sobre todo para hacerles comprender los valores cinematográficos.
"Que los adolescentes y los jóvenes de hoy no tengan apenas referencias cinematográficas, siendo como es el cine un género paralelo a la literatura, a la pintura o a la música, no debe achacarse a su desinterés o a su ignorancia juvenil, como suele hacerse habitualmente, sino a la falta de formación en ese ámbito".
La idea es magnífica, pero no parece que vaya a convertirse en realidad. Por ello, como padres, debemos orientar a nuestros retoños en la abundante oferta de películas: para que su formación no se limite en exclusividad a los productos de Marvel (sin desdeñar éstos porque también contienen su carga de valores y sus equilibrios entre lo malvado y lo correcto).
Algo similar hizo David Gilmour con su hijo adolescente: someterlo al visionado de tres filmes semanales elegidos por el padre. Vieron La ley del silencio, El padrino, Los cuatrocientos golpes o ¡Qué bello es vivir!, entre otras. Lo cuenta en su libro Cineclub
Infancia en un internado católico durante la guerra
A mi hijo mayor le puse hace poco Adiós, muchachos, una película de Louis Malle que me impresionó en la adolescencia y es fácil de encontrar en plataformas como Filmin y Movistar.
Es uno de esos filmes en los que, aunque los espectadores estemos alejados del mundo que retratan (en este caso, un internado católico durante la Segunda Guerra Mundial), los niños y los adolescentes pueden sentirse reflejados.
Porque Malle, con sutileza y ternura, les está hablando de asuntos que les competen, han vivido o no tardarán en experimentar: la amistad, el miedo, el cine; la rivalidad con otros compañeros; las escaramuzas de colegio, la lectura de los libros de aventuras, la asistencia a la iglesia; el juego en los patios y en los bosques durante las excursiones, el reencuentro con los familiares… amén de las penalidades que, por fortuna y de momento, nuestros hijos no van a conocer: el frío, el hambre, las alarmas antiaéreas y la amenaza de los invasores.
Adiós, muchachos retrata esos días mediante la mirada de Julien Quentin, un niño de 12 años que ingresa en el Convento de Carmelitas y Colegio San Juan de la Cruz. Julien y su hermano pasarán el curso en el internado; mientras el padre, la madre y las hermanas, que forman una familia acomodada, se quedan en París.
La despedida es dolorosa pero las tropas de Hitler han empezado a invadir Francia. En el colegio, Julien conoce a un chico nuevo: Jean Bonnet, con quien mantiene un tira y afloja propio de la infancia, lo que tras algunas disputas desemboca en una sólida amistad.
El Padre Jean, tras una escena de confesión, pide a Julien que sea amable con ese nuevo compañero: "Usted influye en los demás. Cuento con usted". Esto ya nos pone sobre aviso.
Y en el colegio pronto empiezan a surgir sospechas: los milicianos entran a registrar las dependencias, el Padre Jean esconde a Bonnet para que no lo vean, el propio Bonnet le cuenta a Julien que su padre está prisionero y no recibe noticias de su madre desde hace meses… El espectador empieza a pensar que Bonnet proviene de una familia judía y los frailes le ayudan a ocultarse.
Hay que tener en cuenta que durante la acción de Adiós, muchachos, Europa se desmoronaba. Por eso los chicos se pasan alimentos de estraperlo; por eso en un restaurante los soldados humillan a un comensal judío; y por eso el Padre Jean recuerda, a quienes pertenecen a familias pudientes, que tienen mucho y se les pedirá mucho; pues "el deber de un cristiano es la caridad".
Por eso les insiste en la misa: "Roguemos ahora por los que tienen hambre, por los que sufren, por los que son perseguidos. Rezaremos por las víctimas, y también por los verdugos". Y por eso cuando Julien pregunta a Bonnet: "¿Tienes miedo?", éste responde: "Todo el tiempo".
Louis Malle retrató con gran sensibilidad y con la belleza de los asuntos sencillos ese entorno; ese clima de guerra que les llega a los niños en ráfagas de temor mientras leen, estudian, aprenden y experimentan los rigores de un tiempo bélico.
El final, que no desvelaremos, sólo puede ser dramático y, por desgracia, inevitable, y en la realidad marcó a Malle. Es una película maravillosa, emotiva y quizá más actual que nunca, y con la que el director francés nos dejó algunas huellas autobiográficas.