Me gusta pensar que la santidad tiene que ver con transparentar a Dios más que con hacerlo todo a la perfección.
Pero sigo pensando que el santo es el que lo hace todo bien. Brilla por méritos propios. Sus virtudes son vividas en grado máximo.
Es prudente, servicial, misericordioso, generoso, fiel, bondadoso, acertado en todas sus decisiones, no falla nunca, no yerra, no se aleja del camino marcado.
Esa santidad es lo que yo admiro en otros. O quizás es la que quiero imaginar. Desde lejos todo parece mejor que cuando me acerco. Una santidad envidiable, inalcanzable.
Tal vez no acabo de entender que la santidad no es un bien que el hombre posee por obra de sus grandes talentos. Es más bien un don, una gracia, un milagro.
Elegir amar
Los santos nunca se sintieron santos. Sabían que estaban en camino, nunca al final de este.
Y por lo tanto siempre aprendiendo, cambiando cosas, tomando decisiones y cometiendo errores.
La vida se juega en esos momentos en los que tengo que optar por el amor, por lo que de verdad importa.
Estar junto a Dios
Me dicen que tengo que ser santo o mejor, que si soy santo voy a ser feliz. O quizás me dicen que Dios va a estar feliz conmigo.
¿Y si no lo soy va a volverme la espalda? No lo creo.
Imagino a ese Dios lleno de misericordia que me ama con locura y no puede sino salir a buscarme cada vez que me alejo de Él.
Quiero ser santo no porque quiera agradar a Dios sino porque quiero vivir a su lado cada día de mi vida.
El santo vive en paz
Deseo ser santo no porque quiera ser un ejemplo para otros, infalible, perfecto, inmaculado.
Quiero ser santo porque siéndolo seré más feliz, tendré paz en medio de la guerra y serenidad en medio de la tormenta.
No estaré tan apegado al mundo que vivo. Porque habré puesto mi confianza en Dios y así todo será más sencillo.
Tengo claro que voy a defraudar a muchos y no estaré a la altura de lo que tanta gente espera. Pero esa no es la meta de mi vida.
Quiero ser santo porque quiero vivir en las manos de Dios, confiado y tranquilo.
Tengo claro que la santidad es esa pertenencia a Dios que lo cambia todo, es esa raíz honda que me deja descansar en su regazo cada día.
Más que capacidades y circunstancias
No soy santo porque tenga muchas capacidades para ello. No lo soy porque esté seguro de que siempre voy a ser fiel.
Cada mañana me levanto con miedo en el alma. ¿Fallaré, me confundiré, estaré a la altura, seré infiel?
No subestimo las tentaciones. No paso por alto los peligros. Sé que todo es posible, que no siempre voy a vencer en todas las batallas y que si Dios no está conmigo nada va a funcionar de forma correcta.
El poder de la misericordia
Me gusta esa santidad construida sobre el barro de mi fragilidad. Es la santidad construida en mi alma con las manos de Dios.
No es una santidad llena de méritos, sino de misericordia. A esa santidad aspiro, no a esa otra que me produce tensión y angustia.
Lo he vivido cada vez que me empeño en controlarlo todo para que salga todo bien. Luego las cosas no funcionan.
Cada vez que me pongo tenso para no cometer errores, me angustio lleno de ansiedad.
Cada vez que pongo el acento en no fallar, en no pecar, en no caer, acabo derribado, con dolor. Y el miedo me turba el ánimo.
Los santos se construyen desde sus pecados y caídas. Se levantan por encima de sus cenizas. Y vuelan con sus alas rotas.
Porque una fuerza misteriosa los sostiene.
Personas que transparentan a Dios
El sacrificio, la lucha y la entrega los deja más finos, más trasparentes. Y a través de su carne traslúcida se alcanza a ver a Dios.
Ya no me fijo en su perfección. Sino en la luz que procede del cielo.
No lo puedo entender de otra forma. ¿Cómo son capaces los santos de sonreír en medio de la derrota?
¿Por qué tienen paz en la pérdida? ¿De dónde sacan esa serenidad habiéndolo perdido todo?
Algo sobrenatural se deja ver en sus palabras. Como una tenue presencia de un Dios invisible que se aferra a su piel herida para mostrar su belleza.
Una Luz con mayúsculas
No tienen luz propia los santos. La santidad no nace de su carne herida, rota por el mismo pecado con el que nacieron.
No son sus decisiones siempre correctas y lo que dicen no siempre es acertado. Eso no importa tanto. Su vida tiene una luz que no les pertenece.
No se apropian de ese Dios que los sostiene por misericordia. Ni tienen miedo de defraudarme porque no buscan agradar ni cumplir mis expectativas.
Tampoco quieren impresionarme. No pretenden hacerlo todo bien. Sólo son como esos vitrales de mi santuario que dejan entrar una luz del cielo llena de colores.
Dejan ver el cielo desde el interior. Y hacen que el cielo inunde de luz ese hogar tranquilo en el que descanso.