Acaba de publicarse el primer ensayo del escritor Mario Crespo, La vacuna contra el hambre (Ediciones en el mar, 2021). No me atrevo a decir que su lectura debería ser obligatoria porque estoy cada vez más en contra de las imposiciones literarias. Podemos afirmar que es necesario.
El hambre mundial es una realidad a la que se suele dar la espalda porque, como apunta el autor, le sucede a otro. Según un informe de la FAO de principios de diciembre de este año, “más de 14 millones de personas llegaron a padecer inseguridad alimentaria moderada o grave de 2019 a 2020, durante la pandemia de la enfermedad por coronavirus (COVID-19)”.
Mario Crespo es una de esas personas que se implican, que tratan de echar un cable. Como nos cuenta en su ensayo, estuvo metido en un proyecto para “coordinar un sistema de donación de libros” con el fin de erigir una biblioteca en una aldea de Etiopía (sus planes para viajar hasta la zona se interrumpieron con la aparición de la pandemia), pasó un tiempo en la India para experimentar la participación en un curso de cooperación internacional, es socio de algunas ONG’s y además ha escrito este libro que propone posibles soluciones para paliar el hambre en el mundo, soluciones muy difíciles de llevar a cabo como él mismo señala, pero no imposibles.
Epifanía y pandemia
La idea de su estudio surge durante un viaje en coche con su hijo, cuando el niño nota el hambre y se queja durante varios kilómetros, situación que su padre sólo podrá resolver cuando encuentre un área de servicio y pueda comprar alimentos. “Es entonces cuando me doy cuenta de algo que no había experimentado nunca; el sufrimiento y la frustración que provoca el hecho de que tu hijo tenga hambre y no puedas alimentarlo. […] una vivencia que todos los padres occidentales deberíamos experimentar para entender que el hambre y la desnutrición infantil son las mayores vergüenzas a las que se enfrenta la humanidad”.
Ese trayecto marca su pensamiento. Luego llegarán los citados viajes y la participación en cursos y proyectos y la idea de investigar sobre el tema. Otro anclaje fundamental sobreviene con la pandemia: durante las cuarentenas mundiales es consciente de cómo los ciudadanos de a pie se solidarizan unos con otros y en numerosos casos cooperan para auxiliar a los demás, contribuyendo un poco al equilibrio con acciones solidarias.
Esto también le hizo ser consciente de otra realidad: que, desde marzo de 2020, todos nos volvimos vulnerables, víctimas, afectados… La sensación de “Yo podría ser el siguiente enfermo o hambriento” que padecimos durante los primeros meses. Crespo dice en las últimas páginas: “Pero también creo que, en la era postcoronavirus, se puede mirar al monstruo del hambre desde otra perspectiva. Porque ahora las víctimas somos todos. Somos el pueblo”.
La estructura social de la solidaridad
Al lector de Aleteia le interesarán mucho las cuestiones en torno al sentimiento religioso: “La religión ha sido, hasta la llegada del laicismo a las sociedades, la estructura social de la solidaridad. […] La bondad puede ser innata, pero también es fruto de un proceso interior, espiritual o educacional; que en la antigüedad solo era alcanzable a través de algún tipo de religión; Dios, como ente superior que busca el bien, el ideal de justicia y la igualdad”.
Las religiones han sido esenciales durante años para consolidar la conciencia social y la participación, por ejemplo mediante la limosna. “La religión hace que la solidaridad funcione como un valor social, además de personal”, matiza. En el caso del cristianismo, la caridad ha sido una de las virtudes que han conducido a la creación de misiones de ayuda humanitaria.
La voz del narrador
¿Cuáles son las alternativas y posibles soluciones que propone Mario Crespo? Prefiero que sea el lector quien las descubra. La lectura de este ensayo le resultará apasionante. Aparte de la exhaustiva documentación que el autor maneja (libros, artículos de opinión, reportajes de prensa, estudios sobre el tema, páginas web…); y de la cantidad de datos objetivos, cifras, gráficos y esquemas que vamos encontrando en sus capítulos, su voz de narrador nato se perfila en cada párrafo.
Nos lo cuenta con un lenguaje asequible y comprensible que, sin embargo, no elude cierta complejidad. No aburre. Cuenta las cosas partiendo de sus experiencias, lo que sin duda es un valor en alza; y contribuye a que uno devore sus páginas porque necesita saber qué ocurre en los países del Tercer Mundo. Cómo el hambre “debería generar una movilización social”; por qué el sistema está diseñado en los países del norte y occidente para que unos se hagan ricos mientras otros siguen chapoteando en el fango.