Quiero contarte la experiencia verdadera que yo sentí cuando atravesaba uno de los momentos más difíciles de mi vida, al percibir que mucha gente estaba rezando por mí en ese mismo instante.
A veces podemos pensar que orar ante un problema no sirve para nada. Nos puede parecer que permanecemos estáticos e inertes ante un hecho que requiere de dinamismo y acción, pero estamos muy equivocados si pensamos así.
Sin querer, subestimamos la ayuda del Señor o bien nos parece que nuestra complicación es una tontería. “¡Esto no hay quien lo arregle!” “¿Para qué va a perder el tiempo conmigo?” “Seguro que hay personas que sufren más que yo…”
Y cuando son otros los que sufren muchas veces no sabemos cómo ayudar porque nos parece que nos entrometemos en la vida privada de las personas o egoístamente pensamos que no es asunto nuestro y mejor no enredarse con malos asuntos.
Sin embargo, sí hay algo que podamos hacer, cuando no podemos hacer más, humanamente hablando, y que es tanto o más eficaz que cualquier acción humana: rezar para aliviar la carga, para allanar el camino, para suavizar la afectividad de la persona sufriente.
Quiero contarte mi experiencia personal que te hará ver que rezar sí que sirve, mucho más de lo que te imaginas.
Mi experiencia con la fuerza de la oración
Hace tres años di a luz a mi hijo pequeño. Todo fue bien, el parto por cesárea fue maravilloso, pues por primera vez el centro médico dejaba entrar a mi marido.
Mi hijo se adelantó y nació en la semana 36, le faltaban 7 días para no ser considerado prematuro, por lo que tuvo que pasar unos días en la incubadora, sin más complicación.
Esa semana que yo también estuve hospitalizada, me dediqué a ir arriba y abajo por el hospital en una silla de ruedas para poder dar yo misma las tomas al pequeño. En ese momento no sentía dolor por la cicatriz de la cesárea, no había tiempo de quejas, mi pequeño era lo más importante y me necesitaba fuerte. Era nuestro momento.
Por fin, cumplida la semana 37 los dos pudimos irnos a casa para terminar de recuperarnos.
Sin embargo, a los pocos días del alta empecé a encontrarme mal. Tenía una tristeza que no era normal. No se trataba del famoso babyblues, era algo más profundo. Me veía incapaz de cuidar de mi bebé. Tuve una depresión postparto.
Me puse en manos de un buen médico y, dada la gravedad de mi cuadro, me recomendó ingresar en una buena clínica a casi 500 km de mi casa donde estaría cuidada y bien atendida.
Eso suponía separarme de mi hijo recién nacido. Fue una decisión muy dura.
Estuve en la clínica unas 6 semanas. Tiempo suficiente para que la medicación hiciese efecto y coger fuerzas.
Mientras estaba en el hospital, recibí una llamada de que mi bebé tenía que ser ingresado por una bronquiolitis. Y así estuvimos, madre e hijo, a kilómetros de distancia uno del otro, sufriendo en silencio.
El peor momento de mi vida
Cada día los médicos me pasaban el parte del estado de mi pequeño.
De pronto, hubo un día de malas noticias. Al niño lo tenían que ingresar en la UCI porque había empeorado.
La vivencia de estar alejada de mi marido y mis hijos ya estaba resultando lo bastante dura como para sumar ahora el ingreso en la unidad de cuidados intensivos de mi pequeño.
Sentí que se me caía el mundo a mis pies. ¿Qué hacía yo tan lejos? ¿Dónde estaba mi lugar? ¿Qué debía hacer? Estaba a mitad de tratamiento y si regresaba mis síntomas probablemente empeorarían y debería volver a empezar de cero.
Por supuesto hablé con mi marido y los médicos y al final decidimos entre todos que lo mejor era seguir ingresada. Al fin y al cabo, el niño estaba en buenas manos y estaba muy cuidado por familiares que se estaban volcando.
Mi lugar y mi deber era permanecer ahí, aunque me costase. Además, en la UCI tampoco se permitían visitas todo el tiempo.
Ante estas circunstancias, ¿qué faltaba? Sólo una cosa: rezar.
No sé cómo explicaros esto, pero en las peores horas de cruz no me derrumbé. Tendría que haber estado nerviosa y alterada, sin embargo, estuve serena y tranquila.
Luego supe que en esos precisos instantes había habido muchas personas rezando por mí. De mil maneras me hicieron llegar su consuelo, ya sea por medio de un rosario, una oración, una misa…
Palpé la fuerza de la oración en mi propia carne. Mi mente me decía: “tendrías que estar triste que lo que te está pasando es muy gordo”. Pero en cambio tenía una fuerza para seguir adelante que os puedo garantizar que no era mía.
Tenía el alma en paz. Se trataba de algo sobrenatural.
Aprendizaje para el futuro
Desde ese día he aprendido a no tirar la toalla ante una situación difícil y complicada. Siempre se puede hacer algo más, aunque ese “algo” sea sólo rezar. De verdad que ayuda en ambas direcciones: al que sufre le da fuerzas para afrontar su problema y al que reza porque le mantiene centrado en lo verdaderamente importante, como es estar cerca de Dios y del prójimo.