Entrevista exclusiva con Xavier Carbonell: Cuba se transforma, con síntomas muy dolorosos —exilio, hambre, apagones, vejez— pero inequívocos
El joven escritor cubano Xavier Carbonell (Camajuaní, 1995), con su última novela intitulada El fin del juego, ganó el Premio de Novela Ciudad de Salamanca 2021.
Este es un galardón que otorga el ayuntamiento de esa ciudad española desde 1996.
El jurado (presidido por Luis Alberto de Cuenca) le concedió el premio a la novela de Carbonell de entre 1.263 novelas de 32 países que se presentaron al concurso.
El fin del juego es una obra "repleta de guiños a la literatura cubana (…) un fascinante juego de dobles, de espejos deformes, apariencias engañosas, enigmas y misterios; en un intrigante y adictivo paseo por Cuba y sus laberintos, por el pasado y el presente de la Isla".
De acuerdo al dictamen del jurado, estamos frente a una novela “escrita con una prosa ágil y rica, vibrante, que hechiza".
Licenciado en Letras por la Universidad Central de Las Villas, Carbonell pertenece, desde 2019, a la Asociación Católica Mundial para la Comunicación SIGNIS, la cual desde hace algunos meses preside.
Con su novela El libro de mis muertos ganó el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara en 2020.
Ese mismo año también recibió en España el Premio de Periodismo Cultural Paco Rabal por su colección de artículos Mi canon sentimental del cine cubano.
Además de novelista y presidente de SIGNIS, Carbonell es gastrónomo y un gran aficionado a los habanos.
Xavier: ¿un escritor católico o un católico que resultó ser escritor?
Creo que más bien lo segundo. Un escritor católico —Thomas Merton es un ejemplo ideal— es alguien que pone su inteligencia y su escritura en función de la espiritualidad, de la exploración verbal de su fe.
Yo soy más bien un escritor que tiene un fundamento católico, y ese fundamento alimenta mi cultura y mi escritura (por supuesto, también mi vida).
Un escritor de cultura católica tiene a su disposición una visión del mundo, una tradición, un precedente literario y espiritual sin límites —de los profetas a los evangelios, de ellos a los Padres de la Iglesia a las catedrales, de Santa Teresa y el barroco a Ratzinger y Merton—; todo ello está en la raíz de lo que soy como creyente y como intelectual.
El fin del juego —por su trama— recuerda a muchos que la imaginación en Cuba es como un arma contra la escasez, la dureza de la ideología y el sufrimiento, como los juegos de Cabrera Infante. ¿Hay algo de eso en tu novela?
Cabrera Infante tiene una buena frase, quizás un poco amarga, que se refiere a una mujer pero que es imposible no aplicarla a la isla:
A Cuba se la conoce por grados, por niveles, y quien no sobrepasa el aspecto visual o turístico difícilmente podrá entender lo compleja que ha sido la vida aquí desde siempre.
Hay mucho dolor y mucha pérdida. Y el cubano piensa mucho. No es que tenga vocación filosófica, pero piensa, calibra lo que fue y lo que pudo ser.
Nuestra formación híbrida, deficiente, mezcla de marxismo y sabiduría callejera, de religión subterránea y escepticismo, siempre está en movimiento.
Eso hace de Cuba un crisol, una cosa que hierve en el Caribe. En medio de todo eso, nos queda la imaginación y los juegos de palabras, el chiste, el humor ante la desgracia.
Sin ir más lejos, en mi barrio tuvimos ayer siete horas de apagón. ¿Cómo respondió la gente? Cantando, protestando con cacerolas, riendo en voz alta con los amigos, la familia.
Es una defensa contra la oscuridad, sobre todo contra la tiniebla histórica que siempre está sobre nosotros.
Yo a todo eso añado mi analgésico particular: los habanos, que también alumbran en la noche, y la escritura.
A propósito, ¿qué futuro le ves a la novela en América Latina? Tras el boom de los Cortázar, los Fuentes y los García Márquez (solo queda vivo Vargas Llosa) pareciera que ya se dijo todo lo real maravilloso de este continente alucinante.
Los autores del boom crearon a su alrededor un mito de solidez, de terminación. Después de ellos hay una especie de angustia.
De la novela total se pasó a la novela del fragmento, del margen y la dispersión.
Cuando uno se inicia en la escritura aprende una suerte de ciclo de leyendas: a los mayores nadie los puede superar, debemos conformarnos con relatos mínimos, sin aliento.
Yo no creo que nadie pueda escribir con esa tensión en la garganta.
Para escribir hay que leer, y el español es una fiesta mayor de la cultura. No hay lengua a la que se le haya llamado con tantos adjetivos, a la que se le impute tanta grandeza o villanía, que cuente con tantas voces fuertes y afirmativas en una orilla y otra. Un idioma en perpetua exploración, inagotable.
Cómo vamos a escribir cansados con una lengua tan maravillosa como el español.
El problema es más bien de perspectiva. Nuestras universidades son aún deficientes en el ejercicio crítico.
Fuera de los grandes nombres, como Javier Marías, Alejandro Zambra o Juan Gabriel Vázquez, qué conoce el lector «de a pie» sobre la literatura hispanoamericana actual.
A menudo ignoramos qué se escribe y quiénes escriben en el propio país, o en su exilio; imagínate fuera de nuestro ámbito.
Sin embargo, a pesar de la soledad, escribimos. Y con mucho orgullo por Cervantes, Borges, Carpentier, Lezama, el boom y todos los clanes posteriores, a ver si nos llega esa segunda oportunidad sobre la tierra que nos prometió García Márquez.
En El libro de mis muertos hay algo de lo que Carpentier hizo con un relato que era un «viaje a la semilla». ¿Cuba debe hacer ese viaje atrás, a los tiempos donde ser cubano era símbolo de una identidad mestiza, caribeña, con una pizca de salsa y de danzón…?*
El cubano siempre ha padecido cierto vértigo con respecto al pasado. Suponemos que estábamos mejor con los soviéticos, con los americanos, con los españoles…
Pero en Cuba todo está cambiando, con mucha resistencia no solo por parte del gobierno, lo cual es natural, sino también de la gente, sobre todo de la gente vieja.
Hay pánico a la vida diferente: a pesar de las carencias, de la frustración, de la falta de oportunidades, hay personas que no saben qué hacer si se cambia el panorama de la costumbre.
Pueden vivir sin trabajar, se alimentan —y eso es casi un milagro— de la escueta canasta a precios módicos que da el gobierno.
El mundo exterior, la divergencia, las irregularidades les parecen aterradores. Todo eso supone una resistencia, pero no un freno imposible de liberar.
Y Cuba se transforma, con síntomas muy dolorosos —exilio, hambre, apagones, vejez— pero inequívocos: hay que buscar un modo de recobrar nuestra esencia y nuestra alegría. Que Cuba deje de sobrevivir y comience a vivir, a alcanzar su futuro.
—¿Ves signos de una primavera del catolicismo en Cuba?
Yo creo que sí y en dos sentidos: por una parte, hay sacerdotes y religiosas cuyo papel profético en estos tiempos ha sido medular.
Por otro lado, en toda tensión, en todo movimiento hacia el progreso y el futuro hay laicos católicos, nuestros mejores jóvenes, artistas, intelectuales, personas muy comprometidas con la cultura y con el amor por Cuba.
Ahí entra también SIGNIS, organización de comunicadores laicos que me ha tocado presidir en estos últimos meses.
La misión comunicativa de SIGNIS, su vocación por estar donde nadie está, por renovarse continuamente, nos ayuda a discernir nuestro papel en el contexto cubano de hoy.
En los jóvenes creyentes —no solo católicos— hay una pureza de espíritu que han aprendido de nuestros mártires, de aquellos que dieron todo por la nación, pero también un sacrificio y una devoción que, ante la fatiga patriotera de nuestras escuelas, aprendimos en la Iglesia.
Por muchas décadas se sembró lo que ahora se está recogiendo: la posibilidad de un sentimiento puro, sin la mediación de las consignas, por lo esencial cubano.
Como muchos otros jóvenes, yo aprendí eso dentro de bibliotecas diocesanas y espacios que organizaron sacerdotes y monjas, en mi obispado, junto a mis amigos universitarios.
Ellos ayudaron a formar una generación distinta. Ojalá, como dices tú, esta sea la "generación de la primavera".