El primer apartamento que tuve, que alquilé a la tierna edad de 20 años recién casado con mi esposa, estaba decorado magistralmente con un sofá de segunda mano que nos regalaron tan desteñido y pasado de moda que, irónicamente, terminó siendo guay otra vez; con una silla rescatada literalmente de la basura y con unas estanterías de aglomerado que encontramos junto a la residencia de estudiantes el día que todos los universitarios se habían mudado al final del curso.
Teníamos una vieja televisión que encontré junto a un contenedor. Apenas funcionaba, pero al menos pillaba la señal por antena de los partidos de béisbol. Ocasionalmente, me reclinaba en nuestra cama, que era un simple colchón echado directamente en el suelo, y veía algún partido a través de la nieve estática de la pantalla.
Nunca teníamos bastantes estanterías, así que en nuestra mesita de café (que no era más que un baúl viejo) se amontonaban sin ton ni son altas pilas de libros. Los libros era lo único que teníamos en abundancia. Todo lo demás era reutilizado, de segunda mano y (siempre que podía ser) gratis.
Recuerdo aquel apartamento con cariño; todos los buenos momentos que pasamos allí, la creatividad que hizo falta para darle un aspecto medio presentable, la pura alegría de construir una vida juntos… Las paredes estaban decoradas con mis propias pinturas y fotografías en blanco y negro de mis clases de arte de la universidad.
El inventario de nuestro armario se componía de ropa cuidadosamente seleccionada de la tienda de segunda mano, nunca nueva, pero con frecuencia a la moda más o menos hípster, prendas adquiridas a lo largo de muchos años de paciente búsqueda. No creo que la sensación hubiera sido la misma de haber tenido bastante dinero para ir de tiendas y comprar todo lo que quisiéramos.
Habría sido más agradable y más fácil, eso seguro, pero también lo habríamos sentido como algo prefabricado e inmerecido. Aquellos primeros días de matrimonio fueron una aventura que no cambiaría por nada del mundo.
Veinte años después, nuestra familia se ha expandido hasta incluir seis hijos. Ahora vestimos un poco mejor, el estilo de nuestra casa tiene un poco más de gusto, el mobiliario es un poco más bonito, pero aún considero que nuestra familia es ahorradora. Con seis hijos, tenemos que vigilar nuestros gastos.
Cada año, en diciembre, sacamos la caja de adornos del árbol de Navidad para decorar el abeto. Mientras los miramos uno a uno, los adornos que más nos gustan son, con diferencia, los baratos y hechos a mano. Algunos tienen 30 años y se caen a pedazos, pero son preciosos a nuestros ojos porque rebosan recuerdos. Esos viejos ornamentos que mi esposa y yo hicimos de niños están acompañados ahora por las manualidades de nuestros propios hijos.
El árbol es una explosión cursi: reno hecho de pinzas de ropa y limpiapipas, fotos de los niños en marcos de palillos de helado y manitas moldeadas en yeso. Es un plan decorativo que casi no cuesta dinero alguno, pero que es un estallido de creatividad y alegría.
Sin duda, hay momentos en que desearía tener más dinero. Sería estupendo conducir un coche nuevo en vez de uno que tiene quince años. Unas vacaciones con todo incluido en un complejo turístico una vez al año serían una auténtica maravilla para mi bronceado. Sería espléndido tener una nueva mesa de comedor que no tuviera miles de abolladuras por los cucharazos que los bebés le han dado a lo largo de los años. Pero, a decir verdad, no puedo quejarme. Tenemos lo que necesitamos. Nadie pasa hambre. Todos los niños tienen ropa que más o menos les sienta bien.
Existe un beneficio oculto en no tener mucho exceso material. Nuestros niños, como nosotros de recién casados, son inmensamente creativos. Somos muy concienzudos en la selección de los juguetes que les compramos. Ninguno tiene sofisticados sistemas electrónicos que les absorban la atención. No tenemos suficiente dinero de sobra en nuestro presupuesto para inscribirles en demasiadas actividades caras. Así que tienen que apañárselas ellos mismos para divertirse.
Nuestra casa rebosa proyectos de arte que decoran las paredes, incluyendo un mural enorme actualmente en progreso. Los niños hacen sus propios muñecos, tallan ramas y las convierten en juguetes, cosen todo tipo de cosas, se han hecho a mano sus propias almohadas y pasan el rato construyendo juntos rampas para bicis y erigiendo fortalezas en árboles. Fabrican su propio papel y encuadernan libros. Incluso tiñen sus propios hilos de coser.
G.K. Chesterton, alabando el romance de la frugalidad, dijo: “Si un hombre pudiera encargarse de utilizar todas las cosas que hay en su cubo de basura, sería un genio mayor que Shakespeare”. Creo de veras que hay una genialidad en mis hijos que surge del ahorro. Se ven obligados a ser creativos y lo que idean así es ciertamente asombroso. Por eso Chesterton dice que “el ahorro es poético porque es creativo”.
Supongo que, en definitiva, la cuestión no es cuánto compras o dejas de comprar, cuánto puedes permitirte o no y, sin duda, no es romantizar la falta de dinero ni abochornar a los pudientes. A mí me parece que la idea de ahorro, de frugalidad, de austeridad, es algo valioso en sí mismo. Implica rechazo al desperdicio, atención a los objetos con que nos rodeamos, creatividad y poner un poquito más de amor en lo que tenemos para que nuestras vidas brillen con alegría y recuerdos felices. En una sociedad tan inmersa un consumo desmedido, el auténtico romance está en el ahorro.