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Así era ver en oración a Madre Teresa

CHRISTOPHER HARTLEY
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Jaime Septién - publicado el 04/09/21
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Entrevista al padre Christopher Hartely, quien estuvo cerca de Santa Teresa de Calcuta por dos décadas

El sacerdote y misionero español Christopher Hartley, fue durante veinte años alguien muy cercano a santa Teresa de Calcuta. En ocasión del 24 aniversario de su muerte (5 de septiembre de 1997) hemos conversado largamente con él. La huella indeleble que dejó en su corazón la santa que en el mundo llevó el nombre de Agnes Gonxha Bojaxhiu, se palpa en esta entrevista desde Naandi, la misión que encabeza en la selva africana de Sudán del Sur.

--Christopher, sé que es una pregunta inusual, pero quiero hacértela porque en el fondo hay afinidades electivas, y la tuya con Madre Teresa de Calcuta me parece que tiene un misterio innegable, una intuición de fondo, ¿no es así?

Los encuentros con Dios, los encuentros con los santos, siempre pasan a través de otros. Así es la economía de la salvación. En la Navidad de 1976, la persona que me encaminó hacia madre Teresa –de quien yo jamás había escuchado hablar pues apenas iniciaba la filosofía en el Seminario de Toledo—fue mi padre quien me regaló el libro Madre Teresa, su vida y su obra. Junto al árbol de Navidad abrí el libro que venia lleno de fotografías de la horrorosa miseria de las calles de Calcuta. Me recuerdo viendo esas imágenes y diciéndome a mí mismo, a Dios, o quizá a modo de oración: “Esto es lo que yo quiero hacer por el resto de mi vida”.

--¿Volviste al Seminario y qué pasó?

Quedé completamente “perforado” por el encuentro con esta mujer; en el fondo, era el encuentro con Jesucristo a través de uno de sus testigos. Desde el primer instante busqué una dirección de las Hermanas de la Caridad y la más cercana fue en Londres. Me fui en el verano de 1977 a trabajar como voluntario a uno de sus albergues. Entré por primera vez en contacto con Jesucristo en los pobres, y comprendí --hechas carne y vida-- las palabras de San Mateo: “Porque tuve hambre y me diste de comer…”.

--¿Cuándo la conociste por vez primera?

En Londres, en el verano de 1977. Las hermanas me dijeron que iba a venir madre Teresa y me invitaron a asistir a la hora santa en su capilla. Así hice. La capilla estaba llena. Me senté en la parte de atrás, con la espalda apoyada en la pared. Descalzo, como hacen las hermanas en la capilla. Al lado de mí estaba una hermana a la que no reconocí. ¡Era la madre Teresa! Estábamos tan apretados que yo, prácticamente, rozaba con la manga de su sari. No me cansaba de mirarla, de mirar al Santísimo, y dar gracias a Dios con todo mi corazón por tan inmerecido privilegio. Me sentía –un joven de 18 años—el hombre más afortunado del mundo.

--¿Después tuviste ocasión de saludarla?

Al terminar la adoración al Santísimo la superiora, la hermana María Celina, me la presentó. La dijo quién era y qué estaba haciendo como voluntario en el albergue para personas de la calle, para alcohólicos. Madre Teresa me tomó las manos, me miró fijamente y dijo solo una frase que luego me la dejó escrita en una tarjeta: “Ama a los pobres y sé santo”. Los siguientes veinte años, hasta el día de su muerte, me encontré con ella muchas veces. Pero sus primeras palabras me quedaron grabadas en el corazón. Iban a ser el lema de mi vida, la razón de ser, el ideal, aquello que daría rumbo y horizonte a mi modo de vivir el sacerdocio y a mi deseo de ser misionero.

--Dicen que los santos, los canonizados y los de “el departamento de al lado”, como llama a los santos ordinarios el papa Francisco, comunican un fuego invisible… ¿En tu caso, qué fuego te comunicó madre Teresa?

Ella me animó mucho a estar cerca de los pobres y de recordar, siempre, que el rostro de Cristo que acabábamos de contemplar en la vida de los hombres nuestros hermanos, es el mismo rostro de Cristo que está presente en la Sagrada Eucaristía. En otras palabras, que es el mismo Jesús el que dice “Yo soy el Pan de Vida, el que come de este pan no volverá a sentir hambre” y el que exclama: “Tuve hambre y me diste de comer”. Nos repitió tantas veces esta frase inolvidable: “Jesús se hizo pan de vida para saciar nuestra hambre y se hizo el hambriento para que nosotros pudiéramos saciarle con el pan de nuestro amor”.

--¿Hay alguna de sus acciones que te parezca la más significativa de su personalidad?

Verla rezando en la capilla. Confieso –no sé si se pudiese hablar de una distracción—que muchas veces me la quedaba mirando. A lo mejor no estaba mirando a donde debería mirar. Pero es que verla era algo impactante. Los ojos cerrados, la cabeza agachada, esa espalda encorvada de tantos años de cansancios; de tantos años de cargar la miseria del mundo sobre sus hombros y en su corazón. Verla en oración era en sí mismo un acto de alabanza y de dar gloria a Dios. Era una mujer en total comunión, abandonada en manos de su Señor, totalmente entregada a su Esposo. No tenía otro interés, otra preocupación, otra razón de ser en la vida, que su Reino, su Iglesia, su Obra, su Evangelio. Ella no importaba nada, únicamente deseaba desaparecer.

--Mucha gente que la conoció habla de su mirada…

… uno a veces se preguntaba si ella, mirando a Cristo, pan de vida, en la custodia, si no vería algo que nosotros no éramos capaces de ver y si no oiría algo que nosotros no éramos capaces de escuchar. A mí me parece que su mirada “perforaba” ese pedazo de pan consagrado, Cristo vivo en la Eucaristía. Es como si ella pudiera “perforar” el corazón de Cristo con la intensidad de su mirada y con la intensidad de su amor. Una mujer configurada por el amor de Jesucristo en la Eucaristía.

--La celebración de la Misa también era para madre Teresa un remanso, una momento imprescindible para llevar a cabo las obras de caridad que la distinguieron entre cristianos y no cristianos, ¿no es cierto?

Recuerdo una vez, en verano de 1991, que estábamos juntos en Albania y yo era el único sacerdote que atendía las dos casas de las hermanas que se acababan de abrir al caer el comunismo. Estábamos en Tirana y habíamos ido a abrir una tercera. Fue un día cansadísimo. Yo no había podido celebrar Misa. Se lo dije a la madre Teresa. Era la hora de la cena. Ellas sí habían tenido Misa con un obispo que había pasado por allí esa mañana. Le dije que quería celebrar la Santa Misa en la capilla de las hermanas, mientras iban a cenar. Se me quedó mirando y dijo: “Pero, Padre, ¿cómo puedo irme yo a cenar y usted estar en la capilla celebrando Misa?” Inmediatamente tocó la campana e hizo que todas las vinieran a una segunda Misa ese día, sin importar ni el cansancio de ella ni el de las hermanas.

--¿Algún otro aspecto que te haya tocado el corazón?

Verla entre los pobres, en la Casa de Moribundos; verla en tantas de sus casas, a lo largo del mundo. Irradiaba alegría, irradiaba felicidad. Ella preguntó en una ocasión si sus hermanas eran capaces de ver en los pobres lo que ella veía. No estamos muy seguros de qué es lo que ella veía, de verdad. Pero era indudable que esa mujer estaba ante el rostro de Cristo colgado en la Cruz, con un solo grito en los labios:”¡Tengo sed!” En las capillas de todas las casas de las Misioneras de la Caridad están escritas estas palabras en inglés. Cristo en la Cruz que grita “¡Tengo sed!”, Cristo en los pobres que grita “¡Tengo sed!”. Sed no solo de un vaso de agua, sino sed de un vaso de amor.

--¿Cómo se puede “recuperar” el testimonio de Madre Teresa de Calcuta en un mundo tan “civilizado”, tan “políticamente correcto” que corre el peligro de olvidarla?

Los santos nunca pasan de moda. Los que pasamos de moda somos los mediocres, que somos como las hojas en otoño. La santidad es un árbol de hoja perenne cuyas raíces se hunden en las aguas vivas del Espíritu Santo, en las aguas del Evangelio. Yo animo a todo el que quiera acercarse a la vida y a la obra de esta extraordinaria mujer que no dejen de hacerlo, que indaguen –los que puedan—la casa de las Hermanas de la Caridad más cercana. Y que pasen una temporada grande en ellas.

¿Su huella permanecerá?

Uno de los testimonios para mí más bonitos es la cantidad ingente de jóvenes y de personas de todas las edades que van a Calcuta, especialmente en verano. Las casas de las Misioneras de la Caridad están abarrotadas de voluntarios, muchos de ellos ni siquiera cristianos, ni siquiera bautizados. Pero que van buscando “algo”; van buscando a Cristo. Y se encuentran con esta pequeña y, a la vez, gigantesca mujer que sembró una ciudad horrible de amor, de alegría, de gracia. Y como me pasó a mí, les puede cambiar la vida.

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