Uno de los capítulos más famosos de la Regla de san Benito es el Capítulo 53. En él, se describe cuidadosamente cómo deben atender los monjes las necesidades de los visitantes y peregrinos que se hospeden en el monasterio. El texto es relativamente breve, pero, a pesar de su brevedad, se trata con diferencia de la parte más famosa e influyente de la Regla. Inspirado por la Escritura, resume la tradición milenaria de la hospitalidad bíblica en solo unas pocas líneas. Dice lo siguiente:
No es de extrañar que las comunidades monásticas consideren la hospitalidad como el mismísimo centro de su misión e identidad. Los monasterios se suelen encontrar en áreas relativamente inaccesibles, aisladas y solitarias. Por eso, a los viajeros que deambulen por estas regiones especialmente remotas seguro que les viene bien toda la ayuda que puedan recibir, sobre todo si es de monjes, compelidos por su Regla y su caridad y sentido común cristianos a echar una mano. El pasaje del Evangelio de Mateo que inspira la Regla benedictina dice así:
Claramente, la hospitalidad no es un invento monástico, sino más bien un valor bíblico central. Los Evangelios describen desde el principio que Jesús “no tiene dónde recostar la cabeza”. Las narraciones comunes y tradicionales sobre la Natividad presentan que María y José fueron rechazados por todos los posaderos. Algunos sucesos en el libro de Hechos también reflejan los grandes gestos hospitalarios de los Patriarcas. Jesús mismo es retratado en los Evangelios viajando constantemente por Galilea, casi como un predicador itinerante y, por ello, en constante necesidad de cobijo y hospitalidad.
En Génesis 18 está el texto clave donde se encuentra el modelo de hospitalidad bíblica. Se ha leído como la respuesta humana paradigmática a la hospitalidad divina original. Igual que en las líneas iniciales del mismo libro Dios crea un mundo apropiado para los seres humanos y les provee de todo lo que puedan necesitar durante su estancia en él, el capítulo 18 da la vuelta a la moneda. Cuenta la historia de la generosa hospitalidad de Abraham y Sara hacia tres visitantes que acudieron a ellos a través del encinar de Mamré. La vida seminómada a menudo hacía que personas de diferentes orígenes entraran en contacto entre sí. La Canaán de Abraham era parte de una tierra puente natural entre Asia y África, una popular ruta comercial. En ausencia de una industria formal de hospitalidad, las personas tenían obligación de dar la bienvenida a los forasteros.
El texto dice así:
Hay un hecho muy sencillo y directo que se ha considerado como lección central de este pasaje: de no haber sido por su hospitalidad, Abraham y Sara nunca habrían tenido hijos. Es precisamente porque recibieron a estos extraños en su casa que también recibieron la bendición de tener a Isaac. Abraham y Sara, desde su propia escala humana, devolvieron el gesto hospitalario inicial, divino y “cósmico” de Dios.
Otro célebre viajero bíblico, san Pablo, llevó un regalo similar a otro lugar.
“De todos los dones que han llegado a estas costas a través de la historia de sus gentes”, dijo el papa Benedicto XVI a los malteses cuando visitó el país en 2010, “el mayor de todos fue el que trajo Pablo, y es mérito vuestro el que fuera inmediatamente acogido y custodiado”. Benedicto se refería al famoso pasaje del libro de Hechos, popularmente conocido como “el naufragio de Pablo”, y su encuentro con Publio, el jefe de la isla que terminó convirtiéndose en su primer obispo:
Lucas fue el compañero y escriba de Pablo durante sus viajes por el Mediterráneo. De camino a su juicio en Roma en el año 60, Pablo naufragó frente a la costa noroeste de Malta y pasó allí los innavegables meses de invierno. Como se lee en el texto, durante su estancia, convirtió al gobernador de la isla, Publio, curó a los enfermos y predicó el Evangelio, estableciendo así las primeras raíces del cristianismo maltés.
Desde entonces —y hasta el día de hoy— los malteses se encuentran entre los católicos más apasionados del mundo, con una tradición ininterrumpida de dos milenios de rica herencia cristiana. Comenzando con Publio, la comunidad cristiana maltesa es tan antigua como las de Éfeso, Jerusalén, Corinto y Roma, no solo gracias al providencial naufragio de Pablo, sino también a la hospitalidad que le brindaron los malteses.
En una de sus homilías, Juan Crisóstomo explica que fue bastante excepcional que un hombre como Publio –noble, rico y en una posición destacada de liderazgo– también tuviera la amabilidad de mostrar una disposición tan caritativa hacia Pablo y los demás prisioneros, permitiéndole incluso predicar libremente el Evangelio en la isla. La tradición sostiene que, durante su estancia de tres meses en el lugar, Pablo convirtió a Publio al cristianismo y lo ordenó obispo de Malta, encargado de cuidar de la comunidad cristiana recién establecida. Los abundantes restos arqueológicos paleocristianos dan testimonio de esta tradición milenaria, en especial la Gruta de San Pablo y Santa Águeda y las catacumbas de San Pablo. De hecho, se cree que la mencionada gruta fue el lugar donde el apóstol pasó la mayor parte de su tiempo predicando el Evangelio.
Años después, Publio fue enviado a Atenas y se convirtió en su segundo obispo, tras san Dionisio de Areopagita, un personaje que también aparece en el libro de Hechos. Más tarde, en este mismo lugar, fue arrojado a los leones y martirizado, en torno al año 112, durante el reinado del emperador Adriano. San Cuadrado le sucedió como obispo.
No te pierdas la galería de imágenes más abajo para descubrir las catacumbas paleocristianas maltesas, las más importantes en este estilo aparte de las de Roma.